Revista Cultura y Ocio
José Bergamín no fue —seamos claros— un escritor brillantísimo. Lo que ocurre es que lo salpican dos circunstancias distraedoras: de un lado la proximidad de sus compañeros del 27, que lo elogiaron como el amigo que era, y que vertieron sobre él el incienso de la indulgencia; del otro, su abstrusa ininteligibilidad, que en España suele ser equiparada al genio (si no se le entiende será porque es profundo, y quién se anima a decir que el emperador va en pelota). Pero me aventuro a leer El cohete y la estrella, un pequeño bloque de reflexiones y de aforismos en el que, de vez en cuando, suena bien la flauta.En algunos alcanza algunas revelaciones psicológicas de interés («La verdadera enseñanza de la vida no la dan los padres a los hijos, sino los hijos a los padres»), en otros se desliza por el tobogán humorístico («Hay quien supone de buena fe estar en lo cierto cuando afirma que el vino es alcohol») y en otros es definitivamente lírico («En el amor, el débil es quien pega, y el fuerte es el que acaricia»), radical («No pienses nada o piensa hasta el fin»), profundo («El hombre no piensa más que cuando está solo») o precavido («No te maquilles nunca el alma con la cultura»).No es un balance esplendoroso, ciertamente, pero valgan al menos estas perlas en medio del muladar.