Revista Arte
Él terminó de exponer su alegato de defensa como si acabara de dar una conferencia, y lo hizo sin derramar una sola lágrima. Si no lo había hecho antes, no era por falta de ganas, sino porque su férrea doctrina, labrada bajo las manos firmes de un padre que además ejercía de severo juez, no le permitía tales deslices. En apariencia nada era distinto, sólo un discurso más. Pero esta vez, su frágil memoria le avisó que ahora sería él quien pagaría el pato del olvido que, como una apisonadora, le aplastaba las rejillas de sus recuerdos. La miró a los ojos, y no supo reconocer a su mujer bajo ese tamiz blanquecino en el que se había transformado su pelo. Sí, él intuía que era su marido, un abogado que con el paso del tiempo se había convertido en un conferenciante de alegatos sin defensa, y que despojado poco a poco de su memoria y de su auctoritas, no sólo no recordaba el sentido de sus discursos, sino que tampoco sabía con seguridad quién era esa mujer que no se separaba de él en todo el día. Cerró los ojos, y se puso a soñar, porque esa era la única forma de regresar al pasado y volver a su despacho, a la defensa de sus clientes, a la sala de vistas y al reflejo dorado de los cabellos de Laura, su mujer.Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel