Revista Psicología

El conflicto entre padres e hijos comienza en el útero materno

Por Gonzalo

La concepción es una experiencia mágica y maravillosa para la mayoría de los padres. Nueve meses después, esa experiencia se transforma en otra: el nacimiento de un niño. Ahora bien, sin que la mayoría de los padres lo sepan, tiene lugar un pequeño hecho desagradable: en el curso de su desarrollo, el feto maniobra para tomar todos los recursos que una madre puede dar y más. Sí, el feto humano es codicioso. Sí, el feto humano no juega limpio. Y sí, la madre paga por ello.

La Biblia proporciona una explicación, coloreada de moralismo:  “A la mujer le dijo: Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos…”. La teoría evolucionista da una explicación diferente, descriptivamente poderosa pero sin color prescriptivo alguno.

La idea de que los padres y sus hijos libran una batalla no es nueva. Cada padre y cada madre lo sabe: regaña a un adolescente y tendrás un conflicto. Pero lo que la mayoría de los padres no saben es por qué existe esta batalla. Su ignorancia es en parte debida a las pilas de libros sobre educación de los hijos que describen de manera simple y clara a los terribles dasañeros y luego dan una receta para combatir lo que es, desde el punto de vista del desarrollo, un hecho consumado.

Trivers aportó hace treinta años nuevas ideas acerca de este problema al mostrar cómo un conocimiento de la genética de la relación entre padres e hijos permite ver lo inevitable del conflicto en el que un lado siente la tentación de tomar más de lo que le tocaría en un reparto equitativo, mientras el otro se ve tentado a dar menos.  Los padres biológicos están genéticamente relacionados con sus hijos exactamente al 50%. Pero cada niño está genéticamente relacionado consigo mismo exactamente al cien por cien. En consecuencia, mientras el niño quiere tomar de los padres todo lo que pueda, los padres tienen que distribuir su riqueza de tal manera que no priven de oportunidades a su futura descendencia.

Esta sencilla diferencia genética lleva al conflicto, presente en todas las especies de reproducción sexual, como la nuestra. El resultado de este conflicto es, cabe esperar, un proceso cuidadosamente pautado de toma y daca. Los hijos toman lo que necesitan para desarrollarse como individuos sanos y productivos. Los padres dan lo que pueden sin comprometer sus posibilidades de tener otros hijos igualmente sanos y productivos. En algún nivel, pues, unos hijos egoístas y unos padres egoístas deben cooperar en beneficio mutuo. Después de todo, tanto unos como otros quieren, en algún nivel, la misma cosa: la inmortalidad genética.

El biólogo evolutivo David Haig imprimió un giro sorprendente a la exposición hecha por Trivers del conflicto entre padres e hijos. El conflicto empieza antes de que el niño sea capaz de mirar con una sonrisa seductora y de manipular a su madre para que le dedique un rato de atención más largo. Aunque el feto humano no puede ver, hablar ni moverse por sí mismo, sabe cómo actuar de manera encubierta, convirtiendo la placenta en una cantina que da más de lo que toca. La idea de Haig salió de un análisis crítico de dos grupos de animales y dos problemas de investigación sorprendentemente heterogéneos entre sí: los ratones manipulados genéticamente y las mujeres con dificultades en el embarazo.

Como nos enseñaron en la clase de biología del instituto, los genes que nos hacen ser lo que somos actúan de la misma manera tanto si hemos recibido nuestra copia de la madre como si fue del padre. Según esto, manipular genéticamente un feto como material genético del padre ha de ser similar a hacerlo con material genético de la madre. Cuando este experimento mental se realizó efectivamente en el laboratorio con ratones y no con humanos, los resultados fueron una bofetada en la cara del saber establecido.

Los fetos con un cien por cien del padre son mucho más grandes y más activos que los cien por cien de la madre, pero de cabezas más pequeñas; los fetos cien por cien de la madre tenían al parecer cuerpos más pequeños pero cabezas más grandes. Estos resultados dieron inmediatamente que pensar en una simetría entre progenitores, y para Haig fueron la marca distintiva de una guerra bioógica entre copias paternas y maternas de un gen. Los biólogos pronto descubrieron una nueva clase de genes, llamados “genes imprintados”. A diferencia de los genes de los que nos hablaron en el instituto, éstos tienen la inusual propiedad de llevar una etiqueta parental. A veces es la copia de la madre la que actúa en nosotros y otras la del padre.

Comprender cómo funciona la impresión genética no sólo ayuda a explicar las características de los ratones manipulados genéticamente, sino que también brinda una nueva manera de entender el conflicto entre padre y madre, madre y feto, y dentro del propio cuerpo del feto. También prepara el terreno para repensar de arriba abajo la evolución de nuestra facultad moral, desde el conflicto genético hasta el conductual. Un feto cien por cien paterno es grande porque ha sido manipulado con genes activos paternalmente.

Desde la perspectiva de un ratón macho, que muy probablemente se apareará con una hembra a la que nunca volverá a ver -nada de flores, bombones ni promesas de una casa grande-  compensa producir la cría mayor y más sana posible, porque ello aumenta las probabilidades de sobrevivir y competir favorablemente con otros. Sin embargo, mayor es más costoso en términos de acarrear el feto, darle los nutrientes necesarios y, finalmente, alumbrarlo. Tal como lo expresa Dave Barry:  “El nacimiento de un niño, como fenómeno estrictamente físico, es comparable a conducir un camión de Correos por un túnel subterráneo”.

Dado los costes que eso tiene, las madres quieren controlar el proceso, desactivando los genes del padre que pueden hacer el feto demasiado grande. En especies como los ratones, donde las hembras dan a luz muchas crías a lo largo de su vida, las madres gastan recursos en función del número de posibles crías que quedan por reproducirse y de las condiciones ambientales del momento. Ésta es la fría lógica de la evolución: si es su primera camada y los tiempos son malos, puede que no valga la pena invertir mucho en ello y esperar, en cambio, a la siguiente vez y a una posible mejor situación en cuanto a recursos. Si es su última camada, vale la pena poner en ella todo lo que tiene, pues no habrá más oportunidades directas de dejar una herencia genética.

Al tener en cuenta para nuestra explicación las perspectivas materna y paterna, tenemos las chispa que desencadena el conflicto. Los padres siempre quieren bebés más grandes, las madres, más pequeños, hasta cierto punto.

El conflicto entre la madre y el feto surge, en parte, como consecuencia del conflicto entre la madre y el padre. Cuando la copia paterna está activa, el feto ha sido preparado para obtener más recursos de su madre. Y a veces  las madres tienen mecanismos genéticos para contraatacar, redirigiendo o cambiando las asignaciones que el feto ha ordenado.

Finalmente, el conflicto dentro del feto surge porque cada individuo es una mezcla conflictiva de genes maternal y paternalmente imprintados. Un yo dividido es parte del distintivo de la naturaleza humana. El feto emplea una milicia de ardides y hormonales para bloquear el aborto espontáneo, dirigir el flujo sanguíneo hacia la placenta, desviando así mayor cantidad hacia él que hacia los tejidos de los que la madre depende para su propia salud. Uno de los mejores ardides del feto, sin embargo, se lo suministra el padre.

Los hombres portan un gen que, si se activa en el feto, permite la secreción de una hormona que bloquea los efectos de la insulina de la madre. El resultado de ello es un aumento del volumen de azúcar en la sangre durante el tercer trimestre. Ese aumento de energía es fantástico desde la perspectiva del feto y peligroso para la madre, pues puede contraer diabetes gestacional. Cuando las madres no tienen estas complicaciones es porque han establecido una tregua cooperativa con la criatura, lo que minimiza el daño para sus cuerpos a la vez que maximiza los recursos que pueden ofrecer al niño. Las complicaciones son el signo inequívoco de un feto habilidoso que ha ganado el tira y afloja. Esa victoria puede, sin embargo, tener su lado negativo.

La transición del feto al recién nacido cambia las reglas del juego, como explica la antropóloga Sarah Blaffer Hrdy:

En el momento en que el bebé es expulsado por los músculos uterinos, debe estar preparado para su exilio del Edén gestacional. El bebé, de ser un ocupante hormonalmente lleno de poder, firmemente atrincherado y con plena franquicia en el cuerpo de su madre, ve rebajada su condición a la de un pobre mendicante desnudo con dos piernas, ni siquiera bípedo todavía, un neonato que debe llamar para que lo cojan, lo calienten y lo amamanten.

EL CONFLICTO ENTRE PADRES E HIJOS COMIENZA EN EL ÚTERO MATERNO

Fuente:  LA MENTE MORAL  Cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien y del mal  (MARC D. HAUSER)

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