Aceptar que nos mienten y hacer oídos sordos a cuanto nos dicen, puede ser indicador de madurez, desidia o complicidad. Hemos asumido, como algo natural, que los políticos sólo buscan nuestros votos y aceptamos que, en ésa búsqueda, traten de engañarnos. Sabemos que el lenguaje político, al construirse con ambigüedad, medias verdades y falsedades completas, resulta un galimatías propicio para la manipulación y la demagogia. Pero, ¿seguimos aceptando que nos mientan y que se dirijan a nosotros como si fuéramos imbéciles?
El presidente del Gobierno antes de emprender su viaje a China, para vender alfalfa y repetir la milonga de lo bien que va España, justificaba la retirada del proyecto de ley sobre el aborto por falta de consenso. «No podía seguir adelante con una ley que el próximo Gobierno fuera a derogar al minuto uno», fueron las palabras textuales de Rajoy. ¿Anunciaba un nuevo tiempo como sugería El País, cada día más elocuente en sus editoriales, o estaba insinuando que el próximo gobierno ya no será del PP? Nada de eso. Simple estrategia electoral. Controlado adecuadamente el Tribunal Constitucional, el presidente hace limpieza interna, no retira el recurso de inconstitucionalidad y confía que el TC, presidido por un militante del PP, le haga el trabajo para evitar una importante fuga de votos.
De un Gobierno que ha usado su mayoría absoluta sin contemplaciones, sorprendería su conversión repentina. Eso del consenso en los labios de Rajoy suena a señuelo y a enmascaramiento de intenciones. En democracia, el consenso, sólo es aceptable en casos puntuales y con carácter excepcional. Consenso es sinónimo de uniformidad y, de alguna manera, supone una tara democrática. La democracia se sustenta en la diferencia. Si cada opción política representa un proyecto, una forma diferente de observar la realidad y de proponer soluciones, apelar al consenso puede suponer una renuncia. Se vota a una determinada opción porque se confía en su programa, en las promesas que hace, en las soluciones que propone y en las personas encargadas de cumplirlas. El partido o los partidos que forman gobierno debieran gobernar conforme a los programas promesas y soluciones ofrecidas. El resto de las fuerzas políticas tienen la importante la labor de fiscalizar la acción de gobierno, proponer soluciones alternativas y persuadir a los ciudadanos de los intentos de engaño y seducción que, sin duda, hará el poder.
Desde hace tiempo hay una corriente que enarbola la bandera del consenso, de los pactos de Estado y de la unidad para hacer frente a todos los problemas. ¿Unidos contra la crisis? Por supuesto, pero ¿nos unimos junto a los directivos del IBEX 35 y con quienes han preferido socorrer a la banca antes que a los ciudadanos? ¿Unidos contra el paro? Faltaría más, pero ¿nos unimos a los defensores de rebajar salarios, de aumentar las horas de trabajo y reducir los derechos laborales? Unidos por la sanidad, la educación y la justicia. De acuerdo, pero qué hacemos con quienes planifican la voladura de la sanidad y la educación pública, ¿nos unimos a quienes han diseñado una justicia para ricos y otra para pobres? ¿Nos unimos a quienes han reducido nuestros derechos y libertades?
Aunque, en circunstancias excepcionales, es necesario cerrar ojos, tapar la nariz y controlar la náusea, recordemos que la democracia se sustenta en el contraste de ideas y en el respeto a las diferencias. Negociación y diálogo siempre; pacto, en ocasiones; consenso y pactos de Estado sólo en circunstancias muy excepcionales. ¿Qué sentido tiene una democracia en la que todo se pacte? Entre el consenso y la uniformidad, ¿dónde dejamos el debate político?, ¿dónde la discrepancia? ¿Volvemos al partido único?