Propone el escritor Ramón Pérez Montero que, en literatura, hay que diluir la frontera entre ficción y realidad, que quien lea un texto no sepa dónde termina una y dónde comienza la otra. Sostiene que la literatura funciona sobre la base de un engaño mutuo entre quien escribe y quien lee.
Aunque a muchos seduzca esa narrativa que se sumerge en la ambigüedad entre ficción y realidad, existen determinados géneros que apuestan por reproducir acontecimientos reales y personajes concretos. Que la literatura no funciona siempre como un engaño lo demuestran infinidad de biografías, testimonios, crónicas, cartas y memorias, entre otras, de indudable valor literario.
En todo caso, el objetivo último de la literatura no consiste en dejar por escrito trazos de la realidad, ni en inculcar en el lector determinados valores o inducirle una respuesta ética. Quien escribe, al convertirse en notario de sus propias vivencias o en cronista de su entorno, época o fantasías, transmite una visión personal, real o ficticia, donde lo esencial es la fuerza expresiva. La literatura, al margen del binomio realidad o ficción, constituye un espacio para el diálogo entre texto y lector.
En el prólogo de Una librería en Berlín se puede leer: "Es deber de los supervivientes rendir testimonio con el fin de que los muertos no sean olvidados ni los oscuros sacrificios sean desconocidos". Cambien el término "muertos" por dominados, oprimidos, manipulados, engañados, sometidos o cualquier otra palabra, pero conserven la idea expresada por Françoise Frenkel. Es lo que hace Vanessa Springora como superviviente. El consentimiento es un desahogo, un ajuste de cuentas, sobre su experiencia personal. Un escrito publicado para que no caiga en el olvido el dominio y control ejercido por un hombre de 50 años, Gabriel Matzneff, cuando ella era menor de edad. Un relato que desnuda al hombre culto y pedófilo que irrumpió en su vida cuando ella sólo era niña de trece años y que denuncia la actitud hipócrita y cómplice de las élites culturales de su país y de su propio entorno familiar.
Hay quien asocia la cultura con lo mejor del ser humano. Pero todos sabemos que eso es una ingenuidad. ¿La literatura lo disculpa todo?, se pregunta la autora. Existen personas cultas que representan lo peor de nuestra especie. En este relato, ajeno a la ficción, nos encontramos con un escritor de prestigio que no oculta su inclinación pedófila ni en sus novelas ni en los platós de televisión. Alguien que "defiende la tesis de que la iniciación sexual de los jóvenes por parte de una persona mayor es un bien que la sociedad debería incentivar". Un personaje que escribe sobre sus proezas y publica una carta justificativa a la que se adhieren personajes de la cultura tan reconocidos como Roland Barthes, Simone de Besauvoir, Jean-Paul Sartre o Louis Aragon. Margarite Duras y Michel Foucault, entre otros, se niegan a firmar.
La lectura de este libro induce al lector a plantearse si la literatura, el arte en general, puede ser ajeno a conductas autoritarias o de dominación, cualquiera que sea su naturaleza. Si tiene que ser condescendiente con los convencionalismos sociales, en este caso sobre la sexualidad, o hacerle frente. "Sucede que, en los años setenta, en nombre de la liberación de las costumbres y de la revolución sexual, se siente la obligación de defender el libre disfrute de todos los cuerpos".
El libro tiene una construcción ordenada, sin distracciones que hagan olvidar su objetivo. Destaca la prosa clara y concisa, la falta de ensañamiento y el intento de hacer comprender el drama que viven en silencio muchos menores.