Revista Arte

El contraste, la sorpresa, y la fragilidad indecorosa de la vida.

Por Artepoesia
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 Cuando el artista y pintor norteamericano Andrew Wyeth (1917-2009) se encontraba, en uno de esos veranos que pasaba en Maine, mirando por su ventana, observó una vez a una mujer que, arrastrándose, se desplazaba frágilmente por la ladera que se encontraba frente a su casa. Luego averiguó que padecía de poliomelitis, y que, a pesar de ello, no dejaba así de querer sentir el suelo bajo su piel. Entonces pensó pintar esa escena que tanto le estremeció. Pero, además de respetar la identidad de la mujer, ideó mejor ahora pintar la figura de una joven, con lo que también añadió una mayor fuerza emocional a la imagen, quitándole dramatismo. Ahora, se incorporaban otros elementos, deseo, fuerza adolescente, necesidad emocional, querencia interior, entre otras cosas. Pero, requería otra modelo, no podía utilizar la real ahora. Fue su joven esposa quien contribuyó, en 1948,  a modelar la silueta tendida de la impactante imagen.
Pero lo que este extraordinario creador descubrió, más de treinta y cinco años después de realizar esta obra, sorprendió a todos, incluida a su propia mujer. Había realizado cerca de cincuenta pinturas, entre otras muchas más obras, que nunca había enseñado a nadie. Y todas, además, de la misma modelo, una modelo misteriosa a la que trató de proteger. Al parecer, durante quince años, desde 1970 a 1985, había retratado a una mujer que vivía cerca de la casa de invierno del pintor en Pensilvania. Él la llamó simplemente Helga. Casi todos eran desnudos, algo a lo que el autor no había acostumbrado a su público a prodigar en su obra a lo largo de todos sus años como creador. Pero, una tarde se lo confesó a su mujer. Tenía guardada todas esas pinturas. Ahora, sólo el Arte importaba. Cuando le preguntaron a su esposa ¿por qué?, ésta respondió: Es una persona muy secreta, él no se mete en mi vida, ni yo en la suya, y ha valido la pena. Poco después se supo que Helga existía, que había trabajado para la casa del hermano del pintor, que era alemana de origen, y que estaba casada y había tenido cuatro hijos y dos nietos. Sólo la molestó al final la indeseada y molesta popularidad que todo había adquirido ya, si bien pensaba, como pensó entonces, sólo una cosa: las obras son bellísimas
A veces, nuestra energía interior se sobrepone a todo, a lo escabroso, doloroso y difícil de la vida y, aun arrastrándonos incluso, hacemos lo imposible para avanzar, para salir, para acabar, para sentir, para volver, para empezar, para llegar. Es una fuerza poderosa, determinante, también incapaz del todo de obtener el objetivo inicial, el lejano, el que deseamos obsesiva e inútilmente. Pero, al menos, hemos tocado nuestra piel con lo que apenas antes sólo era un mero, vago, incomprendido, anhelo interior. Esto es lo importante, intentarlo, porque es posible que luego se sienta otra cosa de lo esperado, pero no peor. Sin embargo, en otras ocasiones, con todas nuestras posibilidades dispuestas y tenidas, con nuestras ágiles piernas adheridas a nuestro deseo, ahora no podemos sino bajar, a veces corriendo incluso, sin entender cómo sucede algo así, cómo podemos descender teniéndolo todo ya, todo lo físico, todo lo material. Pero, ignoramos entonces que hay algo más que nuestros medios, algo que lleva a subir cuestas sin poder apenas hacerlo, algo que no surge sino del sincero, honesto, prometedor y desinteresado esfuerzo.
Júpiter, el Zeus romano, tuvo una vez un hijo adúltero con la bella Alcmena. El pequeño, llamado luego Hércules, debía ser criado ahora por el poderoso dios, pero, ¿cómo podría alimentarlo? Así que éste ideó una estratagema para que su esposa, Juno, diese de mamar al pequeño sin que ésta se diese cuenta. De noche, cuando ella durmiese, le colocaría al bebé entre su pecho. De este modo Hércules podría ser alimentado con la leche de la diosa. Pero, en una noche desabrida, Juno se despertó de pronto. Entonces, ante la sorpresa enorme de lo que pasaba, sólo un gesto incosciente y espontáneo, ahora, no pudo ya evitar. Alejó al niño de su pecho impúdicamente y brotó, decidida y veloz, la blanca y fructífera leche materna. La leyenda cuenta así la creación, en el firmamento, de las riadas de estrellas que formaron, entonces, lo que acabó denominándose ya Vía Láctea. El pintor flamenco del Barroco, Pedro Pablo Rubens (1577-1640), creó la pintura La Vía Láctea en 1637, junto a otras 63 obras, para un pabellón de caza del rey Felipe IV de España. Este pabellón, llamado Torre de la Parada y situado no lejos de Madrid, en el monte del Pardo, acabó teniendo hasta un total de 176 obras pictóricas en el siglo XVIII. Al siglo siguiente, la mayor parte de esas obras acabaron todas en un nuevo y grandioso museo, museo que se decidió que fuese por entonces el Real Gabinete de Historia Natural, construido ya por Juan de Villanueva años antes, y situado ya, ahora, en el madrileño Paseo del Prado.
 (Cuadro del pintor norteamericano Andrew Wyeth, El mundo de Cristina, 1948, Museo de Arte Moderno, Nueva York; Obra del mismo autor, Invierno, de 1946; Lienzo de Andrew Wyeth, Amante, 1980; Cuadro de Andrew Wyeth, Desbordamiento, 1978; Cuadro del pintor Frederic Edwin Church, Aurora Boreal, 1865; Óleo del pintor Rubens, La Vía Láctea, 1637, Museo del Prado, Madrid; Fotografía Aurora Boreal y la Vía Láctea, Islandia, 2011, derechos de Iceland Aurora, Photo Tours.)


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