Revista Cultura y Ocio
Cuando le piden a Willard que elimine a Kurtz, le ofrecen un cigarrillo. A veces la comisión de un delito se inicia con un gesto frívolo. En el relato de las perversiones que adornan el alma humana siempre podemos encontrar un episodio donde la mezquindad se viste de rutina o donde el que instiga el crimen, el que lo tutela, introduce en su narración un distraimiento doméstico, un cigarrillo ofrecido antes de pedir que fulano mate a mengano. Se trataría en el fondo de rebajar la culpa aliñándola con los ingredientes del juego. Como nunca he matado a nadie desconozco si esa banalización del mal reconforta a quien la ejerce; sé que cuando uno comete un pecado, y en eso sí que puedo entretener al desprevenido lector, se apresta sin rubor a acometer cualquier otra actividad y sale a pasear o toma un café o lee distraídamente la prensa mientras las nubes despejan de tedio el limpio azul del cielo. Así he visto a niños pequeños, en patios de colegio, liarse a tortas y luego adentellar una pieza de fruta o jugar al balón como si el damnificado, el que está tirado en el suelo, sucio de moratones, fuese una ilusión óptica. Y lo he visto con absoluta naturalidad. Como si se produjese a diario o como si todo formase parte de un juego en el que solo cuenta la masticación golosa de las horas. Que el tiempo pase y que yo disfrute, aunque alguien salga dañado, podrían decir los niños. A lo mejor a su manera, en sus entendederas, en esa todavía precaria y elemental visión del mundo, piensan así, solo que no saben expresarlo.
Lo mejor para no apesadumbrarse en exceso tras realizar una mala obra (matar a Kurtz, romperle las gafas al vecino incordioso que pone el home cinema a tope) es compartirla con los demás, introducirla en el correlato de las horas, embutirla en el extravío de las palabras y así involucrar al que escucha, hacerlo cómplice del roto, procurarnos una tertulia fiable en la que aceptar la parte canalla que llevamos dentro e incluso pulirla, elevar el asesinato a una de las más bellas artes como quería De Quincey. Es el mal que se procura así una vía normalizada por la que convivir entre nosotros. En realidad, usando un hilo bíblico de las cosas, el bien no es tal bien sin el concurso del mal. No hay ternura si no hay un hijo de la gran puta moliendo a palos a alguien en un callejón. Sin la astucia del mal, el bien sería un cuento para niños. Por eso veo con fruición las narraciones en las que el mal se apodera del escenario y en donde la trama, incluso inocente en apariencia, esconde una turbiedad, un punto enfermo de mala leche. No sé si es una desviación o un vicio de mis lecturas o del cine que he visto, pero el mal vende mucho mejor que el bien. Queremos a Hannibal Lecter, aunque nos aterre pensar que le queremos. En ese dolor interno, en esa batalla librada entre la realidad y el deseo, como quería Cernura, se disfruta enormemente de la vida. Sería triste y sería aburrida si todo estuviese claro y el mal estuviese apartado, confinado, embutido en un camisa de fuerza, introducido en una botella y lanzado al mar.
Igual que Willard se pierde en la selva y en sí mismo a la caza de Kurtz, el hombre también posee en su interior una senda equivocada, un regreso a lo primitivo, a la negación del imperio de la razón: a medida que el mercenario Willard, instruído para acatar órdenes, reclutado por su obediencia, en fin, un militar en su quintaesencia, se acerca al coronel Kurtz, más se fascina por su presencia y más entiende que el ex-boina verde, el gordo y calvo y disidente Kurtz, haya intoxicado a los nativos de divinidad y se haya erigido en tótem de una religión imprecisa, paranoica, hipnótica y (como todas las religiones) tenebrosa y hostil. Lo que resulta relevante para Willard es la figura paterna que Kurtz representa, esa especie de dios rudimentario que se deja adorar por un ejército de iletrados, de oscura masa sin contaminar.
Y el río, el mítico río que Coppola filma como si fuese un protagonista más, si no el único verdaderamente inalterable, sirve para conducir la historia de los dos personajes, que lo han navegado y han accedido a un limbo inpenetrable, en donde las leyes de los hombres están sobreescritas, en un palimpsesto místico, de modo que Kurtz sabe más de la vida que los que la viven, aunque él esté afuera, atrincherado en su locura maravillosa. Kurtz, el Mesías, vive lejos de lo real porque lo real ha dejado de interesarlo y sólo se abastece de recuerdos para confirmar su idílica existencia en la frondosa mansión que involuntariamente ha erigido. De fondo, a caballo entre el vértigo de la guerra, operísticamente filmada por Coppola, y la dramaturgia existencialista abierta en el corazón mismo de las tinieblas (dixit Conrad) el gordo y calvo y disidente Kurtz desea, en el fondo, que lo exterminen: que alguien lo reemplace de alguna forma. Y ahí tienen al gordo, perdido ya tal vez inevitablemente, contemplando la belleza de la naturaleza, el insecto ajeno en su mano, preguntándose quizá sobre el origen del mal y sobre la esencia misma de la función del hombre en la tierra.
Willard, a pesar de Willard, no mata a Kurtz: es el propio Kurtz el que se ofrenda, quien se abre a la expiación definitiva y gana la batalla final al sistema que lo corrompió. Todo lo demás que se ve en la película es el conducto para entender este tramo infinitesimal de historia, pero a mí me sigue fascinando la autopsia del mal que Conrad/Coppola regalan, la travesía con claroscuros por los territorios de la vileza, que inventa guerras y les pone música de Wagner para que la función adquiera categoría de representación. Es el cine organizando la realidad o el espíritu festivo de todo desalmado a la hora de rematar a su víctima. En el festín, en la celebración de la carne sacrificada, el hombre se resuelve animal, se exhibe impúdico, bestia acéfala, el reducto en el que crece el infierno, que no tiene nada que ver con ningún libro ni se deja engañar por ningún credo. Kurtz es uno mismo, en los días oscuros.