Editorial Ariel. 222 páginas. 1ª
edición de 1955. Esta de 2009.
Traducción de Ángel Abad.
Ya he comentado en el blog que me
he propuesto leer algunos de los libros fundamentales de la historia del
pensamiento económico. Así que después de leer La riqueza de las naciones
de Adam Smith y El primer ensayo sobre la
población de Thomas Malthus,
el que tocaba era Principios de economía y política tributaria de David Ricardo. Este último libro lo
encontré en la cuesta de Moyano, en
una edición de los años 70, al precio de un euro. El libro está nuevo pero es
una edición de bolsillo con la letra muy pequeña. Pensé, después, que no me
importaba comprar una edición más cara, más fácil de leer y de subrayar sin que
se despeguen las páginas (como me temo que pase con el libro que tengo), y
visité la librería Ecobook, situada
en Conde Duque y especializada en economía, esperando encontrar allí con
facilidad todos los grandes libros históricos de la ciencia económica. La
sorpresa fue grande: el libro de David Ricardo (el libro de economía más
influyente del siglo XIX y principios del XX) está descatalogado, así como la
edición española (editada en España) de Teoría general del empleo el interés y el
dinero de J. M. Keynes (el
libro de economía más importante del siglo XX). Es decir: ni siquiera los
profesores de universidad de Historia económica (y será porque no hay
universidades de Economía o Empresariales en España) leen los libros
fundamentales del pensamiento económico. Como estaba allí, en Ecobook, y el
librero era un chico muy amable, con el que estuve un rato conversando, decidí
comprar algo. Me acabé llevando dos libros de John Kenneth Galbraith (Ontario, Canadá, 1908-Cambridge, Estados
Unidos, 2006): este de El crash de 1929 y La
sociedad opulenta.
Y al final, decidí también
saltarme el orden propuesto de lectura y me apeteció más leer a Galbraith que a
Ricardo.
John Galbraith y Milton
Friedman forman la pareja de economistas más importante (o al menos más
famosa) de la segunda mitad del siglo XX en Estados Unidos. El primero de
estirpe keynesiana y profesor en la universidad de Harvard y el segundo
defensor de los preceptos neoliberales y profesor de la universidad de Chicago.
Galbraith fue asesor de los políticos demócratas y Friedman de los republicanos.
Galbraith, además de ser amigo y consejero
de John F. Kennedy, fue un erudito
interesado en acercar las teorías económicas al gran público, y tras leer El crash de 1929 (1955) puedo constatar
que su estilo es ameno y divertido, y la lectura de este libro puede ser agradable
para cualquier persona interesada, sin más, en la historia del siglo XX.
Mucho se ha escrito sobre el
crash de 1929, y esta obra, que casi sesenta años después de ser publicada se
sigue reeditando y traduciendo, la escribió Galbraith en 1955 para desmontar
algunos de los mitos populares sobre lo acontecido en aquel año tan famoso para
la memoria del siglo XX.
El libro empieza con un prólogo
del propio Galbraith reflexionando desde los años 90 sobre su libro, publicado
cuatro décadas antes. Ya en el prólogo, Galbraith marca el tono de su
escritura: él es el observador elegante de las pasiones de los hombres, a las
que se acerca con fina ironía: “Hoy por hoy, hay mucho más dinero que afluye a
los mercados de valores que inteligencia para canalizarlo” (pág. 8). Ya desde
el prólogo abruma la acumulación de fechas en las que ha acontecido algún crash
económico en la historia de Occidente: 1637 (el primero registrado, el de los
tulipanes en Holanda), 1720, 1837, 1873, 1907.
El senador de Indiana Homer E.
Capehart dijo de El crash de 1929,
cuando se publicó, que era una obra criptocomunista. Y aquí, en el prólogo,
aparece ya para mí una de las ideas importantes de esta obra: quien, en la
década de los años 20 en Estados Unidos se atrevía a afirmar que la situación
económica era preocupante y la fuerte expansión de la Bolsa podía acabar en un
crash, se arriesga a ser acusado de comunista y de ir en contra del modo de
vida norteamericano; por el contrario, aquella persona con autoridad (político,
periodista, economista...) que afirmase que la situación era sólida y a los
Estados Unidos le esperaban grandes años de bonanza económica sería escuchado
como se escucha a un patriota.
Los años 20 en Estados Unidos
fueron una buena época para la economía, a pesar de que Galbraith constata la
existencia de fuertes desigualdades sociales.
“Los norteamericanos desplegaron
también un asombroso afán de hacerse ricos rápidamente y con un mínimo de
esfuerzo físico” (pág. 17); algo que se manifestó en el gran auge del
movimiento especulativo inmobiliario en Florida.
El libro está plagado de finas
reflexiones sobre el espíritu humano, como estas de la página 18: “El nuestro
es un mundo habitado, no por gentes que necesitan la persuasión para creer,
sino por personas que piden una excusa cualquiera para creer”; “Otro de los
rasgos característicos del estado de ánimo especulativo es la tendencia, según
va pasando el tiempo, a perder de vista las principales razones que han dado lugar
a ese simple hecho del aumento del valor”.
Recordaba de mis clases en la
universidad que el crash del 29 tuvo como una de sus fuentes el incremento de
los movimientos especulativos en Florida. Primera cosa que aprendo con este
libro: en Florida se desarrolló una pequeña burbuja inmobiliaria en torno a
1925 que terminó en 1926, cuando dos huracanes en la zona provocaron 400
muertos. Así que más que uno de los motivos del crash del 29, la burbuja
inmobiliaria de Florida debería haber actuado como una advertencia para la
expansión de la Bolsa que vendría después. Pero “la fe de los norteamericanos
en la posibilidad de enriquecerse aprisa y sin esfuerzo gracias a la Bolsa fue
cada día más firme” (pág. 21).
“Es difícil precisar cuándo
comenzó la expansión de la Bolsa de los años veinte” (pág. 22). Según la teoría
aceptada durante largo tiempo, en 1927 se echó la simiente del desastre.
Resulta muy interesante la
lectura de las páginas 24-25: en ellas Galbraith expone una de las teorías
tradicionales que provocaron el crash del 29. La resumo: en 1925, Winston Churchill decide hacer volver a
Inglaterra al patrón oro y alcanzar una paridad para la libra anterior a la
Primera Guerra Mundial. Esto hace que la libra se revalorice artificialmente y
que Inglaterra se convierta en un país poco atractivo para la inversión
extranjera. Así que el oro que podía haber fluido desde el continente europeo
hacia Inglaterra empieza a viajar a Estados Unidos. Esto hizo que el “tipo de
redescuento” (el tipo de interés al que los Bancos Centrales prestan dinero a
los bancos comerciales) de la Reserva Federal Norteamericana se redujera al
incrementarse la masa monetaria que podían prestar. De este modo, los bancos
comerciales norteamericanos pudieron prestar más dinero para operaciones
relacionadas con la Bolsa.
Para Galbraith esta justificación
del crash del 29 es sencilla y atractiva, porque exime al pueblo norteamericano
y a su sistema económico de cualquier culpa; pero a él no le acaba de convencer.
Estoy recordando la lectura de Tótem
y Tabú de Sigmund Freud: me
da la impresión de que los grandes escritores de ensayos usan la técnica de
crear un misterio para elaborar sus escritos. Es decir, desde el comienzo ellos
tienen la solución al enigma planteado y nos van llevando por las páginas del
ensayo, desmontando las teorías existentes hasta ese momento, para descubrir
sus cartas sólo al final del libro. Ya adelanto aquí que para Galbraith la
teoría expuesta, una teoría con base económica, es insuficiente y centrará más
su hipótesis en la sociología: momentos de gran expansión del crédito bancario
los había habido en otras épocas cercanas en la historia de Estados Unidos y no
se había producido una burbuja especulativa. Para que una burbuja tenga lugar
la confianza en la economía de una nación debe ser muy fuerte, y los ciudadanos
deben haber olvidado las consecuencias de la última recesión provocada por una
burbuja. Su idea acaba siendo que en los años 20 Norteamérica se sentía fuerte
como nación, el dinero afluía a ella de otras partes del mundo, los patriotas
no dejaban de señalar lo bien que iba todo, y cualquier norteamericano pensaba
que se merecía enriquecerse a corto plazo sin mucho esfuerzo.
En 1928 “la verdadera orgía
especulativa comenzó en serio”. Wall Street cree en la economía de libre
mercado y se piensa que en alguna parte “hay hombres importantes que hacen
subir y bajar las acciones a su gusto” (pág. 27).
Más análisis sociológico: “Se
cree a menudo que con sólo afirmar, solemnemente, que la prosperidad
continuará, ya se garantiza que efectivamente continuará. Entre los hombres de
negocios, especialmente, la fe en la eficacia de tales encantamientos es muy
grande”.
Y fueron muchos los hombres
influyentes en Estados Unidos dispuestos a declarar durante 1928 y 1929 que todo
iba estupendamente en la economía. Entre ellos el presidente Hoover.
Pág. 33: “En cierto momento del
proceso de superexpansión todos los aspectos del régimen de propiedad privada
pierden interés excepto el de una inmediata elevación de los precios (...)”.
“La única recompensa que interesa al propietario de algún bien no es la
derivada de la propiedad como tal sino el incremento de su valor”. Creo que
está claro que en España, en el periodo de 2002-2008, cuando el incremento del
precio de las casas se empezó a desvincular del de los salarios, no habría
estado mal haber abierto las páginas de este libro de 1955.
Además de la bajada del tipo de
redescuento comentado, los agentes de cambio podían vender acciones a sus
clientes sin exigirles el pago efectivo de la compra, sino que bastaba comprar
los títulos bajo fianza. Así que los norteamericanos en realidad compraban en
la Bolsa en gran medida con un dinero que no tenían, sino que provenía de
préstamos de los bancos cubiertos por la fianza de los agentes de cambio. Un
interesante castillo de naipes de expansión monetaria.
La visión de Galbraith sobre el
funcionamiento de la economía en EE.UU. no deja de ser crítica: “El objetivo es
poner cómodo al especulador y facilitar la especulación. Pero estos propósitos
no pueden ser reconocidos” (pág. 35).
“La gente acudía en enjambres a
comprar títulos a plazo con fianza, en otras palabras, a adquirir un derecho
sobre los incrementos de los precios sin los costes de la propiedad” (pág. 35).
En el capítulo titulado ¿Era
necesario hacer algo?, leemos (pág. 40): “La verdadera alternativa
estaba entre un desplome inmediato y provocado deliberadamente o un desastre
todavía más grave algo más tarde. Seguramente, alguien sería censurado cuando
sobreviniese el definitivo colapso. Pero no había ninguna duda sobre quién
sería acusado si se pudiese fin al auge deliberadamente”. Es decir, el muy
español: ¿quién le pone el cascabel al gato?
El presidente Coolidge, días antes de abandonar el
despacho presidencial en 1929, declaró que las cosas iban “perfectamente bien”.
“El Consejo de la Reserva Federal
de aquellos tiempos era un organismo de sobrecogedora incompetencia” (pág. 43).
“Durante los primeros meses de
1929, los préstamos procedentes de fuentes no bancarias eran aproximadamente
iguales a los bancarios. Conforme avanza el año, llegaron a ser muy superiores”
(pág. 47).
“A comienzos de 1929, su silencio
les parecía literalmente de oro a los más prudentes funcionarios de la Reserva
Federal” (pág. 49).
En marzo de 1929, ya con Hoover en el poder, aparece una primera
ola de pánico en la Bolsa, motivada porque Inglaterra tomó medidas para retener
capital financiero en su territorio. Los agentes de Bolsa de Nueva York
solicitan un aumento inmediato de las fianzas de sus clientes. El gran banquero
Charles E. Mitchell del National
City Bank estaba a favor del auge económico, y afirmó que prestaría dinero para
cubrir todas las liquidaciones de la Bolsa. Estas palabras tuvieron un efecto
mágico sobre el mercado, y la Reserva Federal no actuó en contra de los grandes
mercados ni tomó ninguna medida prudente, salvo aumentar un poco el tipo de redescuento,
lo que no tuvo demasiadas consecuencias.
Esta época coincidió con el
incremento de la fusión de empresas en Estados Unidos que necesitaban capital y
nuevas emisiones de títulos para financiarlas. El motivo más importante de
estos movimientos empresariales era el de eliminar la competencia.
En la página 63 leemos un dato
importante que puede desmontar algún mito sobre la volatilidad del mercado: “En
lo fundamental, el auge del mercado de 1929 tenía sus raíces directa o
indirectamente afincadas en industrias y empresas real y verdaderamente
existentes. Las emisiones totalmente nuevas y producto de la imaginación,
dedicadas a fines nuevos y fantásticos, ordinariamente tan importantes en
tiempos de especulación, no desempeñaron un gran papel”.
Pero Galbraith sí que destaca la
importancia de la expansión de los trusts de inversión mobiliaria, que
“establecían un divorcio casi completo entre el volumen de los valores
corporativos en circulación y los activos realmente existentes”. En 1928 se
organizaron 186 trusts de inversión. El público empezó a comprar valores de los
trusts de inversión: “La única propiedad del trusts de inversión eran acciones
ordinarias y preferentes, obligaciones, pagarés, hipotecas, bonos...” (pág.
71), además de la sabiduría de los profesionales que invertían en Bolsa. Unos
trusts compraban acciones emitidas por otros trusts y así se iba multiplicando
el valor de estas acciones. Una compañía del grupo invertía en valores de otra
compañía del grupo, y así –gracias a este “incesto financiero”, en palabras de
Galbraith– el valor de las acciones subía en progresión geométrica. Pero, se
nos recuerda, este “efecto palanca” se va a potenciar con la misma fuerza en
sentido contrario, cuando los valores empiecen a bajar el efecto se va a
expandir por toda la cadena. Y en este auge económico, en diciembre de 1928, es
cuando aparece en escena el gran trust Goldman
& Sachs: “Una compañía de inversión cuyas inversiones eran sus propios
títulos ordinarios” (pág. 79).
El verano de 1929 no fue apacible
en Wall Street. Los precios se elevaron día tras día. En la Bolsa de Nueva York
se podía inscribir cualquier compañía que lo desease.
En 1929 “el pesimismo no era
considerado pariente próximo de la conspiración para destruir la American way of life. Pero ya empezaba a
tener connotaciones de este tipo” (pág. 87).
“Los optimistas oficiales eran
numerosos y dotados del don de la palabra” (pág. 88); fue entonces cuando se
escucharon, por ejemplo, las palabras del prestigioso economista Irving Fisher de Yale: “Los precios de
los valores han alcanzado lo que parece ser un nivel permanentemente alto”.
También hubo alguna voz
discordante: Paul M. Warburg del
International Acceptance Bank pidió a la Reserva Federal que llevase a cabo una
política monetaria más severa. No faltó quien acusara a Warburg de “saboteador
de la prosperidad americana”.
En la página 96, Galbraith
desmonta otro mito: “El tópico de que en 1929 todo el mundo ‘jugaba a la Bolsa’
no es ni mucho menos literalmente verdad. Entonces, como ahora, el mercado de
valores era para la gran mayoría de obreros, agricultores y empleados –es
decir, la gran mayoría de los norteamericanos–, algo remoto y vagamente
siniestro”. En 1929 el número de especuladores de Bolsa era inferior al millón.
“Lo sorprendente de la especulación bursátil de 1929 no fue precisamente la
masa de participantes, sino más bien el modo como aquélla se convirtió en el
centro de la cultura del país” (pág. 97).
3 de septiembre de 1929: llegó a
su fin el gran mercado alcista de los años 20.
“La depresión no se produjo (...)
porque el mercado se diera cuenta de repente que se avecinaba una grave crisis.
Cuando el mercado comenzó a contraerse no se podía en absoluto prever una
depresión” (pág. 109).
15 de octubre de 1929. El
banquero Mitchell declara: “En la actualidad los mercados se encuentran en una
situación inmejorable” (pág. 114).
Jueves, 24 de octubre de 1929:
primer día del pánico. A las 12.30 se cerró la Bolsa de Nueva York. A las 12 se
habían reunido los grandes banqueros. El miedo desapareció, el “sostén
financiero” se había decidido a intervenir.
“Quizás en ninguna otra ocasión
–antes o después– ha habido tantas personas interesadas en las perspectivas
económicas y las han encontrado tan favorables como en los dos días que
siguieron al desastre del jueves” (pág. 126).
“El lunes comenzó el verdadero
desastre” (pág. 128).
Lunes, 28 de octubre de 1929: el
mercado no se recuperaba, los banqueros se reunieron en la sede de Morgan. Pero
la caída era ya imparable.
“El martes 29 de octubre fue el
día más devastador en la historia de la Bolsa de Nueva York y, posiblemente, el
más devastador en la historia de todos los mercados” (pág. 132). Se vendieron
16.410.030 millones de títulos. Lo peor de la jornada fue para los trusts de
inversión.
El miércoles la Bolsa sufrió una
recuperación y los “valores subieron maravillosamente”. Nota personal: no
conocía este dato.
Ya he comentado que el humor
sutil e irónico de Galbraith es muy agradable en este libro. Me ha encantado la
descripción del fin de los trusts de inversión: “Compraron sus propios valores
sin valor. Es bien sabido que los hombres se han estafado unos a otros en
muchas ocasiones. El otoño de 1929 contempló quizás por primera vez el
inusitado espectáculo de unos hombres estafándose a sí mismos” (pág. 147).
Otro mito desmontado: “La ola de
suicidios que siguió en Estados Unidos al crash de la Bolsa forma parte también
de la leyenda de 1929. En realidad no hubo ninguna” (pág. 151). Las
estadísticas de suicidios que muestra Galbraith parecen avalar su tesis.
Además, de los que se suicidaron, muy pocos eligieron el salto desde un
edificio.
Más ironía galbraithana: “Para un
economista, la estafa es el más interesante de los crímenes. Es la única
ratería susceptible de ser fijada sobre un parámetro de tiempo” (pág. 156).
“Se celebran reuniones porque los
hombres buscan compañía o, como mínimo, aspiran a escapar del tedio de sus
solitarios deberes” (pág. 163).
El presidente Hoover tomó para
superar la crisis ideas de Keynes de
forma muy ligera (una leve reducción de impuestos): “Era evidentemente
contrario a cualquier acción gubernamental de envergadura para combatir la
depresión” (pág. 164). “Sin embargo, la fe del pueblo en el laissez-faire se había debilitado
considerablemente”.
“El crash redujo a cenizas la
fortuna de muchos de cientos de miles de norteamericanos. (...) A quienes
habían proclamado durante el crash que la situación económica era ‘fundamentalmente
buena’ no se les consideró responsables de sus palabras” (pág. 169).
A partir de 1932 se empezó a intentar buscar al
Mal en la Bolsa de Nueva York, a través de la comisión senatorial de Moneda y
Banca. Pero “la ética comercial de los miembros de la Bolsa parece haber sido
relativamente aceptable por lo que se refiere al promedio de los años veinte y
en ocasiones debió ser francamente rigurosa. Esta podría ser la explicación más
obvia del porqué sobrevivieron tan decorosamente la Bolsa y sus miembros a las
investigaciones de los años treinta” (pág. 185).
“Durante el decenio de los años treinta,
los partidarios del New Deal gozaron con exuberancia descubriendo las
negligencias financieras de sus oponentes. (...) Durante los años cuarenta y
cincuenta los republicanos, con la misma avidez, descubrieron astutamente que
fueron partidarios del New Deal los que luego resultaron comunistas” (pág. 191).
En 1933 se estableció una
regulación mayor sobre la Bolsa y se creó la Comisión de Valores y Bolsa.
Muy interesante me ha resultado
el último capítulo del libro, titulado Causa y efecto, en el que se resumen
los puntos fundamentales de lo expuesto por Galbraith y se analiza por separado
el crash del 29 y la Gran Depresión.
Tras el crash vino la Gran
Depresión, que duró 10 años. En 1933 el PNB de Estados Unidos fue una tercera
parte inferior al de 1929. En 1933 había en EE.UU. casi 13 millones de
trabajadores en paro.
Capítulo IX: Causa y efecto:
“Es más fácil explicar el crash de la Bolsa que la depresión
subsiguiente. Y entre los problemas que supone establecer las causas de la
depresión ninguno tan correoso como el de la responsabilidad que se debe
atribuir al crash de la Bolsa. La
investigación económica no permite aún dar respuesta a estos temas” (pág. 196).
“No sabemos por qué tuvo lugar
una orgía especulativa en 1928 y 1929. La explicación, aceptada durante mucho
tiempo, de que el crédito era fácil (...) es por supuesto un auténtico
sinsentido. En muchas ocasiones, antes y después, el crédito ha sido igualmente
fácil, y no se ha producido en absoluto especulación. (...) Mucho más
importante que el tipo de interés y la oferta de crédito es la disposición de
ánimo de quienes intervienen en el mercado. La especulación requiere, en gran
medida, un profundo sentimiento de confianza y optimismo. (...) La especulación
tiene más posibilidades de estallar después de un período de prosperidad” (págs.
196-197).
“Estamos muy lejos de saber con
exactitud las causas de la Gran Depresión” (pág. 198).
“La economía norteamericana había
comenzado a deteriorarse a principios del verano, o sea, bastante antes del crash.
(...) La producción industrial, inicialmente, había excedido las posibilidades
de demanda del consumidor y de inversión. (...) Los intereses económicos (...)
erraron al estimar crecientes las perspectivas de la demanda, que les llevó a
almacenar más de lo que posteriormente necesitaron. En suma, el verano de 1929
señaló el comienzo de la familiar disminución de las existencias” (pág. 202).
La productividad por trabajador
aumentó de 1919 a 1929 en un 43%. Esto incrementó los beneficios empresariales,
lo que se destinó a estimular un alto nivel de inversiones de capital
(máquinas, edificios...). De este modo, cualquier cosa que interrumpiera el
gasto de la inversión provocaría la crisis. Cuando ocurrió no se podía esperar
una compensación automática mediante un aumento de los gastos del consumidor.
La consecuencia de una inversión insuficiente podía ser la caída de la demanda
total, lo que llevaría a un desplome de la producción y de la demanda de
materias primas: los datos no consiguen avalar del todo esta tesis, nos dice
Galbraith; pero le parece, aun así, una explicación consistente.
De todos modos (y volvemos a
derribar mitos), a pesar de que se sostiene que en 1929 la economía funcionaba
bien, Galbraith piensa que esto no era cierto. Y cita cinco puntos débiles del
sistema en aquel momento:
1) La pésima distribución de la
renta.
2) La muy deficiente estructura
de las sociedades anónimas.
3) La pésima estructura bancaria.
4) La dudosa situación de la
balanza de pagos.
5) Los míseros conocimientos de economía
de la época.
Al desarrollar el quinto punto,
Galbraith parece por un momento dejar atrás su imagen de socarrón analista de
las pasiones humanas y toma partido en contra de la economía neoliberal: “Los
consejeros económicos del momento consiguieron la unanimidad y autoridad
suficientes para forzar a los líderes de ambos partidos a ignorar o desaprobar
todas las medidas disponibles capaces de detener la deflación y la depresión”
(pág. 214). Unas líneas más abajo, Galbraith se muestra de acuerdo con Adam Smith, cuando éste crítica a las
grandes sociedades anónimas: “El crash del mercado de valores fue asimismo un
eficacísimo medio para poner de manifiesto y agudizar todas las taras de la
estructura de sociedades anónimas”.
El crash de 1929 finaliza con una advertencia: “El pueblo
norteamericano sigue siendo susceptible al estado de ánimo especulativo”.
Durante el auge, nos dice Galbraith, no faltará ocasión para redescubrir las
virtudes del libre mercado y se dirá que los controles no son necesarios. Estas
palabras, escritas en 1955, me han hecho pensar en la película Inside
Job (2010), que trataba de analizar las causas de
la crisis de 2008, y por supuesto, como anunciaba Galbraith, en los años
previos, los especuladores abogaron por la desregulación de los mercados.
En las últimas páginas, Galbraith
(economista de estirpe keynesiana), a modo de conclusión, aboga por la
intervención gubernamental en los mercados: “También se ha corregido otra tara
de la economía. El tantas veces censurado programa agrícola proporciona una
renta apreciablemente segura y, por consiguiente, sostiene el nivel de gasto de
los agricultores. Los subsidios de paro producen el mismo efecto, si bien
todavía de modo inadecuado, entre la fuerza de trabajo. Los restantes capítulos
de la seguridad social –pensiones y asistencia pública– protegen y sostienen la
renta y, por tanto, el gasto de otros sectores de la población. El sistema
fiscal actual es un factor de estabilidad muy superior al de 1929. Es posible
que un dios iracundo haya dotado al capitalismo con contradicciones inherentes
a su ser. Pero, al menos, algún pensamiento oculto debió sugerirle la
oportunidad de ser lo suficientemente bondadoso para permitir que las reformas
sociales sean perfectamente compatibles con los mecanismos de perfeccionamiento
del sistema” (pág. 221).
Galbraith me ha parecido un
economista muy perspicaz y elegante, con un estilo narrativo muy atractivo,
sutil e irónico.
La traducción es pasable, salvo
por algunos términos desafortunados, como usar el término “incorfortable” en
vez de “incómodo”.