Revista Arte

El creador más espiritual compuso su obra -genial y misteriosa- más terrenal y sensualista del mundo.

Por Artepoesia
El creador más espiritual compuso su obra -genial y misteriosa- más terrenal y sensualista del mundo. El creador más espiritual compuso su obra -genial y misteriosa- más terrenal y sensualista del mundo. El creador más espiritual compuso su obra -genial y misteriosa- más terrenal y sensualista del mundo. El creador más espiritual compuso su obra -genial y misteriosa- más terrenal y sensualista del mundo. 
¿Cómo podría un artista crear algo tan sobrenatural desde presupuestos tan sensitivos? Gracias al Manierismo, que desarrollaría en unos niveles no antes ni después superados por nadie. Y, ¿cómo crear, así, toda una extraordinaria obra de Arte, toda una sinfonía universal, absolutamente compendiada, de una mitología general de la vida? El Greco fue uno de los más especiales pintores que hayan existido jamás. Dominó su técnica, y expuso con ella el significado de lo que es pintar verdaderamente, crear -representar- con equilibrio geométrico y colorista la historia que fuese contada ya con un asombroso y único contraste.
Cuando le encargaron en 1586 componer la leyenda del milagro producido en el entierro del conde de Orgaz (siglo XIV), sólo sabría El Greco que dos santos bajaron a ayudar enterrarle (San Agustín y San Esteban). Pero, ahora, ¿cómo hacerlo para no realizar un mero retrato hagiográfico más? Y es entonces cuando el autor conseguirá ir más allá de lo que retrata. Lo que es el Arte finalmente. La obra -situada en una de las paredes de una capilla de la iglesia toledana de Santo Tomé- requerirá entender dos milagros, el que fija el autor en su escena -el entierro del conde- y el que verdaderamente encerrará su espléndido y mágico cosmos pictórico. 
Dos mundos representados -el espiritual y el terrenal- se superponen aquí sin solución de continuidad. No están juntos, pero tampoco separados. El alma del conde recorrerá esta frontera como un neonato en brazos de un ángel que lo elevará a la Madre celestial -que lo mirará candorosa-. Porque no se cruzarán, sin embargo, las miradas desde el fondo hasta la cima. Sólo desde abajo, desde la lúgubre tierra mortecina, algunos rostros se atreverán y mirarán hacia arriba. Los demás no mirarán a nada, tan sólo uno -personaje retratado por Alonso de Covarrubia, amigo íntimo del Greco- será el único que mirará a un conde cadavérico -¿el protagonista?- en su postrer escenario.
Pero es esta descripción la más peculiar, que creo sintetiza el sentido más auténtico de la obra, y que relatará el escritor español Pío Baroja en su novela Camino de Perfección (1902):
El no creía ni dejaba de creer. El hubiese querido que aquella religión tan grandiosa, tan artística, hubiese ocultado sus dogmas, sus creencias, y no se hubiese manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres, sino en perfumes de incienso, en murmullos de órgano, en soledad, en poesía, en silencio. Y así, los hombres, que no pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga, lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que refresca el día ardoroso y cálido.
Y, después, pensaba que quizá esta idea era de un gran sensualismo, y que en el fondo de una religión así, como el señalaba, no había más que el culto de los sentidos. Pero, ¿por qué los sentidos habrían de considerarse algo bajo, siendo fuentes de la idea, medios de comunicación del alma del hombre con el alma del mundo?
Pero, al salir de la iglesia a la calle, se encontraba sin un átomo de fe en la cabeza. La religión producía en él el mismo efecto que la música: le hacía llorar, le emocionaba con los altares espléndidamente iluminados, con los rumores del órgano, con el silencio lleno de misterio, con los borbotones de humo perfumado que sale de los incensarios.
Pero que no le explicaran, que no le dijeran que todo aquello se hacía para no ir al infierno y no quemarse en lagos de azufre líquido y calderas de pez derretida; que no le hablasen, que no le razonasen, porque la palabra es el enemigo del sentimiento; que no trataran de imbuirle un dogma; que no le dijeran que todo aquello era para sentarse en el paraíso al lado de Dios, porque él, en su fuero interno, se reía de los lagos de azufre y de las calderas de pez, tanto como de los sillones del paraíso.
La única palabra posible era amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo. Balbucir como un niño las palabras inconscientes. 
En otras ocasiones, cuando estaba turbado, iba a Santo Tomé a contemplar el Enterramiento del Conde de Orgaz, y le consultaba e interrogaba a todas las figuras.
(Única obra maestra de El Greco, El Entierro del conde de Orgaz, 1587, Santo Tomé, Toledo, óleo completo y detalles del mismo.)

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