Revista Política
En el Antiguo Régimen la legitimidad de los monarcas procedía directamente de Dios, autoridad incontestable donde las haya. En realidad, la fuente auténtica de su poder era la pura fuerza bruta, ejercida a través de los ejércitos reales. La Revolución francesa y su idea del "ejército nacional" ("le peuple en armes") rompió para siempre ese punto de apoyo. A partir de ahí, todo fue decadencia del poder, autoritario por supuesto, de los monarcas. Primero, tuvieron que pactar con la burguesía emergente y avenirse a compartir el poder político con quienes ya ejercían el económico y pronto alcanzaron asimismo la hegemonía social. Luego las monarquías hubieron de aceptar el papel de comparsas que les ofrecían los regímenes constitucionalistas, y verse relegados a figuras decorativas ("el rey reina, pero no gobierna"). Ciertos intentos de recuperar el terreno perdido (del carlismo español al legitimismo francés, por ejemplo), desembocaron en violencias de todo género, y a la postre se revelaron inútiles: el control de la burguesía sobre los mecanismos de poder tanto en los aparatos de los Estados como en las diferentes sociedades que los albergaban, eran ya absolutos. La vieja aristocracia se fue disolviendo en el seno de la nueva clase todopoderosa. Se dice que en la España actual el noventa por ciento de los títulos nobiliarios fueron otorgados por el general Franco a secuaces suyos. La mayoría de los restantes se remontan al siglo XIX y tienen en su origen a traficantes de esclavos como el marqués de Comillas o grandes estafadores financieros como el marqués de Salamanca. Solo un porcentaje insignificante de esos títulos, los llamados Grandes de España, provienen de épocas anteriores, y la mayoría de quienes los detentan actualmente son personajes provenientes de la alta burguesía, cuyos padres o abuelos mezclaron su sangre y su dinero con los vástagos de la vieja aristocracia arruinada y en extinción. Las casas reales se quedaron pues, sin cortesanos y por tanto sin apoyo social directo. Hoy ya nadie cree que la sangre de los reyes sea azul ni que su poder venga de Dios. Un rey es visto como un ser humano corriente y moliente, que como cualquier hijo de vecino tiene accidentes domésticos, padece enfermedades y puede aparecer, él mismo y/o sus familiares directos, mezclados en los más turbios negocios. Porque los reyes se han convertido en funcionarios privilegiados del Estado, mantenidos con los impuestos de todos como efigies vivientes del gran pacto decimonónico que puso el poder en manos de las burguesías europeas entonces emergentes. Nadie cree a estas alturas que lo natural sea que un tipo herede de por vida el cargo de rey por el mero hecho de ser hijo de sus progenitores, quienes a su vez recibieron la sinecura de los suyos etcétera. En un mundo competitivo y en el que cada cual debe demostrar a diario sus capacidades y merecimientos a veces para obtener solo unas migajas del banquete, los reyes, príncipes, infantas y demás resultan figuras anacrónicas y obsoletas que en sociedades inmersas en crisis como la actual, provocan una irritación popular creciente y concitan fácilmente la ira colectiva al encarnar los privilegios y la impunidad a ojos de quienes están perdiendo lo poco que tenían. Si además se les descubre cobrando comisiones económicas por gestiones de intermediación o llevándose a sacos el dinero público a Suiza, parece natural pensar que su futuro comienza a ser algo más que problemático. Salvo en las monarquías nórdicas, en Europa parece que estamos asistiendo al comienzo del fin de las realezas. A ello ha contribuido no poco la pérdida de la aureola angélica de la que gozaban tradicionalmente, tan apreciada por los sectores menos formados intelectualmente de estas sociedades, ahora decepcionados al contemplar como príncipes y princesas contraen matrimonio con gentes plebeyas en vez de hacerlo con sus iguales, y como la vida y milagros de esta gente se sigue ya en los programas del cotilleo como las de tantos personajillos de tercera categoría. Probablemente lo que más ha perjudicado a la monarquía española en los últimos años no han sido tanto los escándalos judiciales y sus peligrosas relaciones y conchabeos económicos, cuanto el que los miembros de la llamada Familia Real aparezcan en las revistas satinadas y los programas televisivos del corazón peleándose como gatos entre ellos, y teniendo un comportamiento general en público como el que cabe atribuir a una pandilla de ricachos sin escrúpulos ni sentido común. El fin de la institución monárquica es inevitable, y ocurrirá en pocos años. El descrédito creciente que la envuelve proviene de la constatación popular de que quienes la encarnan son simples seres humanos sujetos por tanto a las más vulgares pasiones, y no hijos de dioses enviados a la Tierra para gobernarnos a su capricho. Al final, resulta que hemos descubierto que los reyes se rompen la cadera y que las princesas no orinan perfume; se acabó la magia y con ella, la razón de su existencia. En la imagen que ilustra el post, una antigua alegoría de la Segunda República española.