Hay ocasiones en las que las obras literarias nos hablan con mucho más elocuencia que el mejor de los ensayos acerca de los problemas que acucian a una determinada sociedad. Y no es raro que el escritor acuda a algún episodio del pasado remoto para establecer paralelismos con dicha situación, quizá para hacer ver que los avances sociales, que las libertades conquistadas, son siempre frágiles y que los retrocesos son siempre posibles. Arthur Miller sabía bien de lo que hablaba, porque había sufrido en sus propias carnes las consecuencias de lo que se dio en llamar caza de brujas, estimulada por los sectores más conservadoras de la administración y la sociedad estadounidenses. Hija de los años más severos de la Guerra Fría, la caza de brujas era consecuencia del temor a que elementos comunistas se hubieran infiltrado entre las élites intelectuales con el fin de ayudar a derrocar el sistema.
Como es bien sabido las comparecencias que se llevaron a cabo ante el Comité de Actividades Antiamericanas estuvieron presididos por la más absoluta falta de garantías fundamentales: no se buscaba la verdad, sino que existía una verdad preestablecida que los testigos o acusados debían confirmar, no bastando con ello, puesto que también era necesario que se delatara a antiguos compañeros. Una de las delaciones más famosas fue la efectuada por el cineasta Elia Kazan, que afectó, entre otros muchos, a Arthur Miller, que siempre había sido un simpatizante de la izquierda, aunque en todo momento negó haber estado afiliado al Partido Comunista. De hecho, en una de las acotaciones de El crisol, encontramos un rotundo rechazo de la intolerancia contra sus propios ciudadanos de la que hacían gala ambos sistemas en aquella época:
"En los países de ideología comunista, cualquier resistencia de cualquier tipo, queda vinculada al maligno súcubo capitalista, y en América, quien no tenga opiniones reaccionarias está expuesto a que se le acuse de aliado del infierno rojo. (...) Una determinada política se convierte en garante de la virtud moral y la oposición a ella en síntoma de una maldad diabólica. Una vez hecha tal ecuación, la sociedad se convierte en un amasijo de conspiraciones de uno y otro lado, y el gobierno pasa de tener un papel de árbitro a convertirse en el látigo de Dios."
No cabe duda de que escribir y estrenar una obra de las características de El crisol en un contexto como aquel, constituyó un rasgo de genialidad y valentía por parte del dramaturgo. La obra parte de un hecho histórico, ocurrido en la localidad de Salem a finales del siglo XVII. Salem era un pueblo practicante del puritanismo, una variante del protestantismo establecida por Juan Calvino. Uno de los postulados más llamativos de esta religión es el que dicta que algunos hombres que están predestinados a la salvación y otros no, por lo que en gran parte la existencia consiste en escrutar si uno mismo está entre los elegidos. Desde luego, el pecado es un indicio negativo en tal sentido. Esta tensión espiritual en el seno del que consideraba un pueblo elegido, unida a la acumulación de viejas rencillas a lo largo de los años, por asuntos relacionados con la propiedad de las tierras, resultaron ser un cóctel explosivo a la hora de abordar la situación generada por una mera anécdota protagonizada por las más jóvenes del pueblo.
Porque de lo que parte la histeria colectiva desatada en Salem es de un miedo: el miedo al diablo, que se adaptó como miedo al comunismo a mitad del siglo XX. Ambos son mecanismos de control de masas que fueron estudiados el siglo pasado, junto a otros muchos ejemplos por genios como Freud, Canetti u Ortega y Gasset. Que las acusaciones estuvieran sustentadas por unas jòvenes que claramente estaban desviando la atención de sus propias culpas parecía no importar: quien era acusado por un indicio tan leve como un testimonio histérico, era ya considerado prácticamente culpable y era él quien debía probar fehacientemente lo contrario. Para rizar más el rizo, la salvación de la horca solo se conseguía confesando la propia culpabilidad y acusando a su vez a otros. Una metáfora cristalina de los métodos del Comité de Actividades Antiamericanas. El Tribunal de Salem no era más que el reflejo de una visión maniquea del mundo, propia de una sociedad teocrática. A la vez que se atribuía la voz de la justicia divina, Danforth, su representante, pretende que el mismo sea un instrumento para frenar los tímidos intentos de secularización que ya se estaban dando en las sociedades puritanas:
"O se está con este tribunal o se está contra él. No hay ningún camino intermedio. Estamos en tiempos claros y precisos. Ya no vivimos en aquella noche tenebrosa cuando el bien y el mal estaban mezclados para confundir al mundo. Por la gracia de Dios, en estos momentos brilla la luz del Sol, y todos los que no la temen deberían felicitarse por ello."
Frente al poder de este Tribunal, la voz de un pecador como John Proctor (magníficamente interpretado en la adaptación cinematográfica por Daniel Lee Lewis) es ignorada, por mucho que su argumentación sea racional y esté sazonada por la verdad. La verdad que parece buscar el Tribunal no es la de este mundo, sino la del fortalecimiento de la religión del miedo, para la que la lucha contra el maligno justifica cualquier acción. El tormento interior de Proctor es enorme: a los remordimientos por haber caído en la tentación de la carne con Abigail, la más implacable de las acusadoras, se suma la repercusión que estos hechos van a tener sobre su virtuosa esposa, una situación con la que, en cierto modo, se sentía identificado el propio Arthur Miller, que en aquella época se acababa de enamorar de Marilyn Monroe, ante la incredulidad de su mujer.
Proctor simboliza también el aplastamiento del pensamiento individual frente al fanatismo de la comunidad. A pesar de ser un personaje integrado en la vida comunal, Proctor tiene su propia visión del mundo y es capaz de criticar algunos aspectos de una religión que sigue practicando fervientemente. El crisol nos advierte magistralmente de lo que sucede cuando se deja que la diosa razón sea sustituida por lo disparatado, cuando la voz de unas niñas afectadas de histerismo y llenas de miedo son la base de acusaciones absurdas que llevan a personas inocentes al cadalso. Al final Abigail y sus compañeras se sienten tan borrachas de poder que son capaces hasta de amenazar a los miembros del Tribunal si se atreven a dudar de sus palabras. Al poco los procesos fueron suspendidos y se intentó volver a la cordura, aunque el episodio jamás fue olvidado y su eco ha llegado a nuestros días, como ejemplo permanente de hasta donde puede llegarse cuando gobiernan la intolerancia y la irracionalidad.