Foto: Facie Populi
Cuando era más joven, mi sueño permanente era el de tener un gran amor.
Pasaron los años y tuve varios. Ninguno alcanzó la perfección de lo eterno –si es que se puede decir que algo eterno pueda ser perfecto-, menos aún tuvo aroma a rosas, jazmín, lilas o sándalo.
Nada fue ni remotamente parecido a una de esas falsas historias que nos muestran en colores a través de una cámara de cinemascope. Loco no?
Algunas mujeres, de niñas, vivíamos aspirando cual droga, ridículas historias de truenos, flechazos, hechizos, choques y otros fenómenos naturales y anti naturales mediante los cuales dos personas quedaban prendadas.
Prendadas: se entiende no? Anidadas, anudadas, enlazadas uno con el otro.
El sapo se convertía en algo más que sapo luego de que alguna dama desesperada- en qué otra condición que no sea la desesperación cabe que una mujer quiera darle un beso a un sapo?- se babeara con el reptil. Suena asqueroso? Esa parte no la contaban en los cuentos.
Ni las mujeres somos damiselas perfumadas ni los hombres príncipes galantes. Convengamos que a esta altura del almanaque ya es menester que cambien algunos cuentos e incluyan la igualdad de género: pues que hay chicas que se enamoran de chicas y chicos de chicos y ellos merecen su final feliz.
Volviendo . . .
Me pregunto seriamente cómo es un príncipe de este siglo.
Galante, adinerado, con avioneta, yate, Ferrari, ocupado, laburante, cafiolo, motoquero, diligente, sumiso, con carácter, con vuelo, intelectual, fornido, que juegue Play, que le gusten los deportes, la caza, la pesca, las compras; fornido, con o sin gym, rustico?
Hay tantos estereotipos de príncipes azules como de mujeres que los sueñan. La panacea del hombre ideal me hace acordar a la película Al diablo con el diablo, en donde la hermosa “Diablita” le cumplía deseos a un mortal, al cual –pobre- se le cumple todo alverre de lo pactado. En un amor casi nada termina saliendo como uno espera, por suerte a veces sale mejor.
Pero me fui del tema. Hace años soñaba con tener un gran amor con música de fondo, vestido blanco y todo. Un amor cuasi perfecto, mezcla Familia Ingalls con los cuatro días de Los puentes de Madison.
Loco.
Así de trasnochadas somos algunas mujeres para ponernos de acuerdo con nuestras disonancias.
Uno de mis lemas en mi carrera como madre y mujer siempre fue que “lo esencial es invisible a los ojos”. O dicho más en criollo: lo que importa es lo de adentro.
No podemos culpar a los escritores de habernos contado otra historia. Después de todo, es trabajo de ellos hacernos soñar.
Siempre me causó gracia el gran impacto que tuvo sobre las mujeres tres detalles de un cuento: el príncipe, su caballo y el rescate.
Rescate emotivo. Qué tiempos aquellos en los que un caballo podía tener alas.
Pasado el tiempo y habiendo leído una importante cuota de libros denominados de auto ayuda, frases, motivacionales y parientes, cambié mi deseo. Ya no deseaba un gran amor. O sí. Deseaba un gran amor . . . hacia mí misma.
Cuando yo más idealizaba un amor, menos aparecía mi persona en escena. Era la historia de la mujer invisible perdida en el artilugio de una historia fantasiosa.
Alguien se acuerda a qué se dedicaban las princesas? Qué atributos tenían? Qué querían hacer de sus vidas a parte de cazar al príncipe y dejar de comer manzanas envenenadas?
Sospecho que si hubieran anexado alguna de esas preguntas a los cuentos –con al menos la mitad de las respuestas-, nosotras nos hubiéramos ejercitado mejor en esto de querer, desear, amar y realizarnos; en vez de esperar la famosa conquista seguida del no menos importante rescate.
Hoy creo que las verdaderas princesas primero se encuentran –y no mirándose al espejo – a sí mismas sin buscar desesperadamente nada pero estando oportunamente abiertas al amor verdadero. Ese amor que es grande de por sí, es cotidiano –hay otra manera de amar?-, una elección sublime y desinteresada. Por cuánto tiempo? No se sabe.
Ese es el cuento que cuenta.
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