El sueño al que me referiré data de más de tres años. Yo me encontraba en proceso de separación de una relación larga de pareja y la agonía del vínculo se extendió por varios meses. Con una frecuencia que no puedo precisar pero que no era menor a la semanal, soñaba que ella (mi ex) se acercaba caminando hacia mí hasta que me alcanzaba y nos dábamos un abrazo y que ella, durante ese abrazo, lloraba. Mientras caminaba hacia mí, yo podía vislumbrar que de su cuello colgaba una cadenita con un dije al que no veía bien ni podía definir su forma.
Este sueño se repitió -podríamos decir que semanalmente- a lo largo de aquellos meses y, al despertar, recordaba exactamente la misma secuencia y me habitaba la misma sensación de angustia. El dije no llamaba particularmente mi atención y sólo observé su importancia la última vez que soñé con dicha escena. Si me detuviera solamente en este sueño repetitivo cuyo contenido manifiesto en relación con la situación vivenciada resulta a priori bastante explícito, podría perfectamente pensar que se trataba de un sueño de angustia y de repetición, ámbito proverbial de la pulsión de muerte, y cuyo análisis, en ese caso, debería ir no tanto por la vía del sueño sino por la de la angustia.
Sin embargo, la última vez que soñé con esta secuencia hubo un agregado al sueño: la aclaración de un símbolo, que pude pensar desde la consideración de la representabilidad y del cual, en el proceso de elaboración secundaria, hallé su sentido. La última vez que soñé aquel sueño la secuencia fue exactamente la misma: mi ex se acercaba caminando hacia mí, nos abrazábamos y ella lloraba, al igual que todas las veces anteriores, pero con una diferencia: de su cuello colgaba la cadenita y la cadenita tenía como dije un enorme delfín azulado. Ese elemento que todas las veces anteriores no había podido definir y que no había llamado mi atención sino como un elemento absolutamente contingente y lateral para la escena soñada, se presentó claro y nítido. Era un delfín azulado.
Al despertar (esta vez sobresaltado y repentinamente), muy al contrario de lo acontecido en los despertares anteriores, no me encontraba angustiado sino que me abordaba una sensación de absoluta relajación y de alivio rotundo.
Primeramente, quise encontrar la razón de la falta de angustia. Pensé en la sensación del abrazo, en su llanto desconsolado, en la clara escena de ruptura, pero no me sobrevino ningún tipo de angustia. Todo en el sueño había resultado igual (creía yo) menos su consecuencia en mi ánimo. Sin embargo y repentinamente, todos los caminos de mi cavilación diurna me llevaron a detenerme en el elemento novedoso, que en anteriores instancias había pasado desapercibido: el delfín azulado.
Fue así, con esos exactos significantes, que me sobrevino: no como un delfín azul, no como un sencillo animal (otro animal) azulino o celeste o azul ni tampoco bajo el tono poético del zafiro. Sino como un delfín azulado. Y fue así que pude también recordar que ese delfín azulado había estado siempre en el sueño, también las veces anteriores, sólo que lo había olvidado al despertar y lo recordaba como un simple dije cuya forma no veía bien, justamente porque en él se condensaba el deseo inconsciente: "del fin a su lado".
Es sabido, desde Freud, que al trabajo del sueño lo comanda el Yo. Como siempre, esa pobre instancia elástica queda sometida a la servidumbre de otras fuerzas e intenta ejercer, desde una aparente autonomía, absolutamente relativa, su función múltiple. Ante las exigencias pulsionales del sueño, el Yo no pudo más que -durante un buen tiempo y anoticiado de dichas exigencias- suprimirlas contraponiendo a dicho deseo, el cumplimiento de otro, en apariencia inofensivo, pero fallidamente. El saldo fue la angustia. Cuando el reclamo dirigido al Yo ya no consistió tanto ni tan solo en un reclamo de satisfacción pulsional -un sueño desde el Ello- sino más bien en la resolución concomitante de un conflicto (el fin de mi relación), el trabajo del sueño interpretado desde mi elaboración secundaria me permitió recomponer con relativa coherencia lo allí acontecido y comprender el sentido detrás del aparente sueño de angustia que se repetía: un rotundo cumplimiento de deseo inconsciente. El símbolo onírico que condensó la vía de manifestación del deseo, finalmente valorado, fue el delfín azulado. Lo que la deformación onírica produjo desde su imaginería fue, en verdad (y Lacan mediante), el desplazamiento del sentido en un significante. Lo que escuché en el silencio de la mañana, al despertar de mi sueño, fue "del fin a su lado" y, como por arte de una mala magia, llegó el alivio. Y, junto al alivio, la claridad para comprender por qué desperté tan sobresaltado (pero sin angustia) esta vez definitiva al ver el delfín azulado en lugar de un dije informe: cuando el deseo inconsciente conmovió la censura de lo preconsciente, el sueño ya no pudo cumplir su función guardiana del dormir, entonces fue interrumpido en el acto y sustituido por este distinto y repentino despertar.
Me resulta interesante correrme un poco, llegado a este punto, hacia la perspectiva jungiana de interpretación del trabajo del sueño y pensar su operatoria final como una asimilación del contenido inmanente del mismo a la situación de la consciencia. El alivio de la angustia sucedió cuando pude finalmente asimilar el deseo inconsciente allí subsumido y hacerlo consciente: el sueño que yo consideraba como una repetición gozosa y compulsiva -comandada por la pura pulsión de muerte- de un doloroso final no querido con la persona objeto de amor y del que despertaba con una profunda angustia, era en verdad un sueño en su sentido estricto e importaba el cumplimiento de deseo inconsciente; el profundo deseo de separación al que, en la vida consciente, le oponía incontables resistencias.