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Estos días se habla mucho de censura y de libertad de expresión. Pero pocas personas hablan de autocensura. Un punto intermedio, tácito, íntimo e irregulable que los periodistas, a veces, adoptan por instinto de conservación.
No ha visto ni ha querido ver las imágenes de la ejecución en plena calle del policía francés. Tampoco ninguna ejecución televisada a través de las redes por cortesía de ISIS. Algunos medios han decidido emitirlas, otros no. El otro día mantenía una sana discusión al respecto con un gran amigo. Que los terroristas, en el caso de ISIS, pongan en el brete moral a un medio de decidir si es conveniente o no dar pábulo a un asesinato a sangre fría, si es ético emitir esas imágenes propagandísticas cuando ya hace horas que circulan por la red… No es buenismo decidir no emitirlas. Hay ciertos límites. Como los pactos tácitos de no información acerca de los suicidios.
Su amigo defendía que quizá Charlie Hebdo actuó de un modo temerario, desafiante publicando una y otra vez las caricaturas de Mahoma. Que quizá, decía, no es lícito reírse de ciertas cosas. No es cierto. Debemos reivindicar nuestro derecho a reírnos de los que nos venga en gana. Los integristas medievales no pueden arrebatarnos ese derecho. El derecho a la blasfemia.
La blasfemia es incómoda, molesta, ofensiva. Pero por encima de ella hay algo mucho más sagrado: la libertad de expresión. Al parecer, el humor es un elemento altamente subversivo. Lo saben miles de franceses que han estado haciendo cola, de madrugada, en los kioskos para comprar una revista que probablemente antes no leían y que, con toda seguridad, no les gusta. Pero están comprando un símbolo. El símbolo que lucha contra la autocensura editorial por miedo a la guerra santa contra el diferente.