El Roto y sus mensajes directos al estómago.
Ponerse a pensar en lo que ocurre en el mundo, violencia, abusos, guerras, injusticias, hambrunas, derroche de recursos, destrucción del medio ambiente, explotación laboral y de todos los tipos que a uno se le puedan ocurrir… Pensar en todo ello resulta muy deprimente. Yo lo hago, bastante a menudo, y acabo por tener que dejarlo porque mi cerebro amenaza con explotar. Plantearse que la situación pueda cambiar, no ya a corto plazo, sino a siglos vista, me parece tan utópico como confiar en que quienes dirigen el mundo, gente sin escrúpulos, desarrollen la conciencia social que con tanta indiferencia pisotean.
Es cierto que también hay personas por todo el planeta que actúan de forma muy distinta, que hacen de la empatía su motor de acción, que tratan de oponer resistencia a la deriva macrodestructiva que empuja a nuestra civilización. El problema es que siempre ha sido mucho más fácil, y rápido, destruir que construir. Que la industria armamentística sea la que marca el paso de los gobernantes lo dice todo.
Vivimos en un mundo obsesionado con el crecimiento, con el consumo y la producción, un mundo en el que el 99% de la población malvive para aumentar la riqueza material del 1% restante, y lo más sorprendente (y frustrante) de todo es que son muy pocos quienes se cuestionan su funcionamiento. Nos quejamos, sí, pero hacemos muy poco por cambiar las cosas.
Es más, debemos sufrir una especie de síndrome de Estocolmo a lo bestia, porque no concebimos un sistema de vida mejor. Nos tienen atrapados en una fantasía delirante según la cual nuestra máxima aspiración es llegar a formar parte del club de privilegiados explotadores.
La gente no sueña con ser rica y poderosa para cambiar el sistema sino para aprovecharse de él, como hacen los ricos y poderosos.
Nos parece lamentable que en los países asiáticos la explotación laboral infantil esté a la orden del día, pero no dudamos en comprar los productos que fabrican esos niños esclavos. Criticamos lo mal que lo pasan nuestros agricultores para conseguir un precio justo por sus cosechas, pero no dudamos en comprar fruta y verdura importada desde la otra punta del mundo. Es absurdo que la producción local acabe exportándose porque sale más a cuenta venderla en Polonia que en el pueblo donde se ha cultivado.
Me siguen indignando muchas cosas, la que más la indiferencia. Pero hay momentos en que la indignación cae derrotada ante la resignación y la tristeza. Por ejemplo, la concentración masiva de personas que acuden a la apertura de un nuevo centro comercial (donde se venden esos productos fabricados por manos infantiles), como si fuera la última oportunidad en sus vidas para gastar unos euros en esas prendas maravillosas y baratísimas (por qué son tan baratas no tiene importancia), básicamente me provoca tristeza porque me reafirma en la idea de que no tenemos remedio. La conciencia ha quedado relegada a las profundidades. Somos esos seres patéticos que tan bien profetizó Ray Bradbury en Farenheit 451. Para qué preguntarse por el motivo de que el mundo funcione tan mal, para qué aumentar nuestras preocupaciones diarias con las penas de otros, que además viven tan lejos, para qué martirizarse con situaciones que no dependen de nosotros…
¿Sois conscientes de que vivimos en un sistema feudal, de que la libertad que nos confiere nuestra democracia lo es en función del patrimonio de que dispongamos?
Ayer ese ser mezquino que preside el gobierno español se atrevió a decir que “España puede sentirse orgullosa porque ha sabido superar la peor crisis conocida sin permitir que nadie quede al borde del camino”. ¿Se puede tener menos vergüenza? Casi 14 millones de personas, el 29% de la población, está en riesgo de pobreza; 3,3 millones malviven en condiciones de pobreza extrema. Todos los indicadores sobre pobreza han empeorado desde que gobierna la organización criminal que responde a las siglas PP, y aún ese tipo se quejaba en una entrevista en TVE de que se pusiera énfasis en la realidad de su gestión: “¿Por qué hay que ser tan pesimistas? Hablemos de cosas positivas”, pedía. La única cosa positiva que podemos esperar es que se largue, él y la famiglia que dirige.
Pero no soy nada optimista al respecto. La gente sólo aspira a conservar su parcela de miseria, o a mantener su posición privilegiada respecto a esa masa creciente de pobres. Todo está mal, pero las penas se olvidan con una escapadita a Primark o Zara.
¿Qué esperáis de la vida? ¿Cuáles son vuestros sueños? ¿Qué mundo os gustaría dejar a vuestros hijos? Lo pregunto absolutamente en serio. Pensad en ello, y me encantaría que me dejarais respuestas sinceras.
Yo voy a ser totalmente sincero. Lo que yo espero de la vida es, simplemente, poder mirarme cada mañana al espejo con el convencimiento de que sigo siendo honesto e íntegro. Quiero que cuando me muera quienes me conocieron puedan decir, porque así lo sientan, que se fue una buena persona. Aspiro a ganarme la vida haciendo lo que me gusta, sin pisotear a nadie, aportando mi esfuerzo para construir un mundo más justo. No sueño con fortunas monetarias ni con ser poderoso, sino con alcanzar los medios para mejorar la vida de las personas y hacer lo posible por proteger el patrimonio natural que tanta felicidad me proporciona.
No siento la llamada de lo material. Ningún objeto podrá competir jamás con el placer que experimento compartiendo un paisaje maravilloso con las personas a las que quiero (si acaso un buen libro).
“Eso lo dices porque no tienes dinero, pero si tus libros se empezaran a vender como churros, entonces cambiarías de opinión”. Ojalá vendiera muchos libros. Y si llegara a ganar tanto dinero como para poder considerarme rico os aseguro que no me pondría a comprar todas esas cosas que ahora no me llaman la atención, sino que lo utilizaría para hacer realidad esos sueños tan poco egoístas que he apuntado.
Me indigna lo que ocurre en el mundo porque, de acuerdo a mis valores, sería tan sencillo que la humanidad en su conjunto tuviera una existencia digna… No comprendo qué satisfacción encuentra alguien en pisotear a su vecino o en hacerse millonario a costa de la vida de otras personas. Soy consciente de que el mundo ha funcionado así desde que los humanos decidimos que nos pertenecía, y aunque la resignación cada vez se imponga más a la indignación y la rabia, todavía no tiro la toalla.
Reivindico la bondad, la empatía, la cooperación, la solidaridad, la integridad. Aspiro a ser una buena persona, que no tiene nada que ver con ser dócil, conformista ni ingenuo. Se puede ser bueno, crítico y combativo. Ojalá ese 1% lo fueran, pero, claro, la acumulación de riqueza por el placer de tener más es incompatible con la bondad.
¿Nos liberaremos del síndrome?