La aceptación del concepto de “ciencias ocultas” como cajón de sastre para diferentes disciplinas sin conexión aparente ha supuesto una tergiversación de la historia del conocimiento, dice el historiador holandés Wouter J. Hanegraaff.
Siempre ha existido, explica Hanegraaff, la idea de que hay fuerzas invisibles que rigen las interacciones en la naturaleza. En la antigua Grecia, tales fuerzas se estudiaban bajo conceptos como “dynamis”, “energeia”, “sympatheia”, “antipatheia” e “idiotetes arretoi”; este último significa “propiedades indescriptibles”, pero tenía un uso más reducido que el que luego tendría el concepto medieval de “cualidades ocultas”.
Este concepto, “cualidades ocultas”, nada tenía que ver con las ideas modernas sobre “lo oculto”, es decir, en relación al “ocultismo”, una asociación que se produce definitivamente en el siglo XVIII pero que se fue gestando poco a poco. En realidad, las cualidades ocultas respondían a la distinción aristotélica entre cualidades manifestadas de las cosas, percibidas a través de los sentidos, como el color y el gusto, y las cualidades que no se perciben directamente, como pudiera ser el magnetismo, la energía electrostática o el poder curativo de ciertas hierbas.
En la antigua Grecia, mageia era un término positivo referido a la relación con los dioses, pero con el tiempo se impregnó de connotaciones negativas que terminaron por dominar cualquier sentido del mismo, especialmente en la Europa altomedieval; desde entonces, la magia se asociaría con la invocación de fuerzas malignas o, en su versión más ligera, con la práctica de actividades fraudulentas con las que sacar tajada de la superstición popular.
En el siglo XIII, los escolásticos redescubrieron la ciencia clásica a través de los textos conservados por la cultura islámica, y ahí se toparon con un problema: muchos de los nuevos conocimientos explicaban asuntos que los poderes del cristianismo habían condenado como superstición.
Por suerte para los escolásticos, Isidoro de Sevilla había distinguido en su día entre astrologia superstitiosa y astrologia naturalis, lo cual permitió extender la discriminación al ámbito de la “magia”; de este modo, buena parte del estudio de las fuerzas de la naturaleza pudo ser exculpado de cualquier relación con las fuerzas del mal, y legitimó así la investigación y manipulación de fenómenos que se terminaron aceptando como naturales, esto es, en los que no intervenía poder maligno alguno, todo lo cual resultó fundamental para la posterior historia de la ciencia.
Al no ser accesibles a los sentidos, las cualidades ocultas sólo eran conocidas de manera indirecta, por sus efectos. Pero la causa era inaccesible, de modo que se escapaban al estudio “científico” según lo entendía la scientia medieval, para la cual dichas cualidades ocultas eran un recordatorio de que Dios impone límites a la curiosidad de los hombres.
El problema fue que los límites entre la magia naturalis y la magia superstitiosa eran bastante permeables, de modo que cualquier asunto “imperceptible” podía acabar formando parte de la filosofía natural. Pero tal problema, lejos de ser una cuestión racional como se podría pensar, respondía en realidad a un dilema teológico, pues se hacían frecuentes las conexiones con tradiciones ajenas, y muchas veces incompatibles, a la doctrina cristiana; todo lo cual fue un auténtico quebradero de cabeza para el orden establecido, sobre todo a partir del siglo XVI y el redescubrimiento, por parte de los humanistas italianos, de los textos herméticos y neoplatónicos de ascendencia gnóstica.
La magia había dejado de ser demoníaca, pero también se alejaba de lo estrictamente “natural” para empaparse de los secretos de la Cábala y de las revelaciones del Corpus Hermeticum los cuales, por acción de estudiosos como Pico della Mirandola y atracción de poderes como los Medici, fueron acercados a los cánones de la tradición cristiana.
Fue así como, a finales del siglo XVI, se comenzaría a identificar el término “oculto” con el conocimiento hermético rescatado de la Antigüedad, en el que a las causas naturales había que añadir otras en las que participaba lo divino y cuyo conocimiento y control exigía desarrollar capacidades olvidadas y desconocidas por la gran mayoría de los seres humanos; capacidades que otorgaban la posibilidad de obtener una sabiduría revelada, más allá del mero conocimiento sensible de las cosas.
El siglo XVII sería el del rechazo definitivo a las llamadas “ciencias ocultas”, concepto por el cual se había terminado agrupando a la alquimia, la cábala y la astrología; pero, señala Hanegraaff, tal rechazo no provino de una argumentación sólida y racional en contra, sino de una imposición religiosa: el desprecio por todo lo relacionado con las denominadas tradiciones paganas con las que los humanistas habían manchado la pureza del cristianismo, a saber: caldea, persa y egipcia.
Fue así, a priori, que se las excluyó de cualquier debate serio en el ámbito académico. A partir del siglo XVIII, contra las denostadas ciencias de lo oculto se impuso una “ciencia real” acorde a las nuevas formas de erudición.
Dice Hanegraaff que lo ocurrido entonces podría ser comparado con la división de las dos culturas que señalara en el siglo XX C. P. Snow: una de carácter humanista, vinculada a un conocimiento heredado y sustentado en la capacidad hermenéutica de sus intérpretes, y otra preocupada exclusivamente por el estudio experimental de la naturaleza.
La exclusión de lo académico fue la perdición para la primera, pues convirtió tales ciencias ocultas en pasto de mediocres e ignorantes, básicamente. Los símbolos necesarios para una correcta interpretación se fueron perdiendo, limitados a grupos cada vez más reducidos y marginados, mientras que lo poco que salía a la superficie era rápidamente contaminado por la superstición y la improvisación creativa de los oportunistas de turno.
En definitiva, concluye Hanegraaff, el desprecio y el declive de las tradiciones herméticas no respondieron a que se probara en ellas un pensamiento irracional y supersticioso, sino a que estaban vinculadas con un paganismo que era necesario extirpar en favor del cristianismo.
El éxito de esta labor estuvo en incluir todo aquello que no fuese ciencia empírica en un mismo saco denominado “ciencia oculta”, independientemente de sus razones e intenciones hermenéuticas. Es así como la alquimia, por ejemplo, quedó inscrita en la misma categoría que la brujería. Bastaba una asociación “pagana”, que incluía la herencia neoplatónica, para que cualquier conocimiento quedara desacreditado.
Cabe recordar, en este sentido, que los entonces llamados filósofos naturales, como Isaac Newton, dedicaron su vida a la alquimia y a la astrología, conocedores de sus símbolos y capaces de discriminar el grano de la paja.
Simbolismo también reconocido por los líderes revolucionarios sublevados contra Iglesia y monarquía, pues no fue gratuita la oficialización de los cultos de la diosa Razón y el Ser Supremo en la Francia postrevolucionaria, donde hubo gran debilidad por la imaginería egipcia.
Pero esas son historias para cualquier otra ocasión.