Su tribu no lo había visto venir. Nadie en esos bosques helados estaba preparado para ver la llegada del dios sol dos veces esa mañana. Mucho menos Varya.
Ella se había alejado de los suyos en una forma particular: montada sobre el lomo de Tyr,su reno favorito de la manada. Esa sería su última acción como evenki, luego se uniría a las costumbres de aquella nueva era en la que el hombre blanco era amo y señor. Lo sabía, porque hasta los ancianos del consejo habían tenido que reconocer que les convenía hacer negocios con ellos. Y ella soñaba con la libertad de aquellos que pasaban por los caminos en sus aparatos metálicos.
Vio el perezoso amanecer primaveral y engañó a sus miedos con historias sobre lo que imaginaba que sería su futuro en tierras lejanas. El animal que la cargaba iba tranquilo, mientras ella se disculpaba por no poder llevarlo con ella. Llevaba el peso de su equipaje y el de las monedas del administrador del pueblo en sus bolsillos, dispuesta a no regresar jamás. Había cometido un crimen terrible, pero no se había detenido a pensar en ello. No lo haría, hasta estar lo suficientemente lejos. Iba a subirse al Transiberiano y a no bajarse hasta la última estación, donde el mundo se hacía tan enorme que no cabía en el horizonte. Tan distinto, que ni siquiera se molestarían en perseguirla para castigarla por el oro que estaba tomando.
Iba a entrar al mundo aterrador y fabuloso del nuevo siglo. Iba a dejar de ser una rareza a la que miraban de lejos, para cruzar al otro lado. Aunque perdiera todo lo que conocía en el camino.
—Y ya sabes, no debes quitarte la montura ni distraerte del sendero —murmuró, aleccionando al reno a modo de despedida anticipada—. Si llegan a confundirte con un salvaje te convertirás en presa de los cazadores.
En ese momento, el reno se puso inquieto. Perdió velocidad hasta detenerse.
—¿Qué pasa contigo? No hay nadie por aquí.
El animal siempre había sido manso, por eso ella se sorprendió cuando, en un corcoveo violento, la arrojó al suelo y la abandonó a la carrera con la mitad de sus cosas. Nunca había visto semejante terror en sus años de pastoreo. Se levantó, tragándose un improperio, pero no tuvo tiempo de salir en su búsqueda. No atinó a reaccionar cuando vio la causa de lo que acababa de ocurrir. De lo que estaba por ocurrir.
—Por todos los dioses —murmuró, con la vista en el cielo, antes de que sus rodillas se aflojaran y la hicieran aterrizar otra vez en la tierra helada.
Por encima de su cabeza pasó una bola de fuego, tan brillante y rotunda que ni se le ocurrió cubrirse. Estaba convencida de que ese sería el final. El castigo por renegar de todo lo que era. Y, sin embargo, tuvo la oportunidad de ver a la esfera seguir, para estallar en pleno cielo y enviarla volando en una onda expansiva ardiente. Si hubiera sabido que estaba demasiado lejos para decir que aquello era un mensaje para ella, no hubiera regresado al campamento evenki, herida y llorosa.
Cuando pudo llegar a pie hasta los suyos, dispuesta a implorar el perdón, Varya encontró el caos. Le dolía hasta el último rincón del cuerpo y una especie de confusión afectaba sus sentidos. Aun así, pudo sentir el desorden a su alrededor. Todo había quedado patas para arriba, sumándole los pequeños focos de incendio que los hombres se esforzaban en apagar. Las mujeres lloraban junto a sus tiendas destrozadas. Los renos domésticos apenas permanecían bajo control.
«Todo esto es por mi culpa» pensó, desconsolada, y el dolor en su cabeza no le dejó siquiera hilar lo que haría a continuación. Así que se quedó de pie, al límite de sus fuerzas y desorientada, entre los escombros del campamento. El mayor de los ancianos supo de su llegada y se acercó a ella, recibiéndola en su sabiduría de ojos nublados junto a un círculo de evenkis descontentos. Aunque no pudo escuchar las palabras debido al zumbido en sus oídos, igual balbuceó una disculpa antes de caer en la inconsciencia.
Tardó días en volver a despertar. Cuando lo hizo, la pusieron a disposición de los ancianos y el sabio dirigente de la comunidad la tranquilizó con una expresión bondadosa. Siempre parecía ver más allá, a pesar de que sus ojos jamás hubieran sido útiles.
—Creemos que el precio de tu error ha sido demasiado caro, Varya —dictaminó con paciencia—. Esto pudo ser una advertencia para todos nosotros. Sin embargo, no nos quedaremos conformes hasta ver un cambio verdadero en ti. —Dígame lo que tengo que hacer —rogó ella.—Tendrás que hacer las paces con él, muchacha.
Entonces no estuvo segura de haber escuchado bien.
—¿De…de qué está hablando?—Las llamas todavía son tema de conversación de los viajeros. Hasta el hombre blanco ha manifestado temor por lo ocurrido.—Nuestros exploradores han visto noches más luminosas que el día en la región cercana al río pedroso —agregó otro de los consejeros—. Creemos que el dios sol aguarda por ti.—¿Qué?
Algo estaba mal. Muy mal. Y Varya empezaba a entender que había corrido de la explosión en la dirección equivocada.
—Para asegurarnos el perdón divino, tendrás que estar fuera por cuatro lunas. Irás a buscarlo —anunció el hombre. —¡Cuatro! ¡Sin ayuda! ¡No, por favor! ¡Voy a morir sola entre los árboles!—No irás sola. Tendrás los mismos recursos que pensabas llevarte esa mañana.
Junto con la afirmación, uno de los pequeños aprendices de domador trajo al reno que ella había perdido.
—¡Tyr! —Si regresas a salvo luego de eso, será la prueba de que has sido perdonada. Y nosotros no podremos negarte ese privilegio.
Todo el mundo parecía estar de acuerdo con la decisión tomada. No hubo quien saliera con una idea alternativa. Ni siquiera a la joven se le ocurría otra manera. Así y todo, no pudo evitar sentir que la estaban condenando a una muerte segura.