Comentábamos anteriormente las consecuencias de aquella famosa normativa archipielágica, La Ley de las Directrices de Ordenación General y del Turismo en Canarias, sobre uno de los motores económicos más importantes de nuestra comunidad. Dijimos que toda aquella amalgama de intereses propició que irrumpieran en el mercado multitud de hoteles de 4 y 5 estrellas. Algunos son realmente impresionantes, donde el lujo queda patente en cada uno de sus rincones, como así lo certifican los más importantes turoperadores internacionales.
El problema fue que los turistas que recibíamos eran los mismos de siempre, europeos de clase media, que como todos nosotros, estaban encadenados a una eterna hipoteca. Así pues, debían controlar sus gastos para no excederse. Hacer lo contrario les obligaría el resto de los meses del año a tener como único menú diario: sopa de sobre, y la verdad, no es plan. Así se puso de moda el todo incluido, ya que para los viajeros era inviable desliz alguno en sus presupuestos. Cuando compraban el paquete en su agencia de viajes de toda la vida, abonaban hasta el último céntimo de lo que suponía una semana en una paradisíaca playa de las Islas Afortunadas, de las mejores del Atlántico. La propuesta consistía en: comida, alojamiento, traslado hotel-aeropuerto-hotel, más vuelo. Para hacer un ahorro mayor cabía la posibilidad de optar por una compañía aérea de bajo coste.
Si esos fastuosos establecimientos alojativos vendían al importe que les correspondía, la ocupación sería muy pobre, y mantenerse vacíos era conducirlos al cese de la actividad. Aguantaron el tipo durante el tiempo que su liquidez financiera se los permitió, pero posteriormente, como era de esperar, redujeron sus precios de venta. Resultaban muy atractivos, pues disponían de spa, animación, guarderías, y todo tipo de actividades complementarias para disfrute de sus huéspedes. Los clientes repetitivos de los complejos extrahoteleros rápidamente sucumbieron a ellos.
Ahí estaba la controversia. Los costes para dar esos servicios eran los que eran, a ingresos menores, necesitaban reducirlos o entrarían en pérdidas. Si un hotel de 5 estrellas requiere de un personal determinado para su departamento, por ejemplo, de restauración: barman, camarero, jefe de rango, maitre, somillier,…, los números no cuadraban. No había salida en la carta de vinos para los de gran reserva con denominación de origen de los mejores caldos españoles o franceses, por lo tanto del somillier se podría prescindir. Tampoco era factible la contratación de profesionales en cada rama. Los pobres estudiantes de hostelería tras muchos años de formación académica y al salir de la escuela con un título debajo del brazo, iban a engrosar las listas del paro. A pesar de que sus profesores les insistían en la forma correcta de trinchar un solomillo de primera, ahora cualquier amañado servía por la mitad del salario. Y es que euros a céntimos no existen.
Conclusión, los turistas no salían a disfrutar de la oferta de ocio, por lo que los comercios, bares y restaurantes de las zonas colindantes, eran abocados al cierre. Es decir, retornaban a sus países de origen sin conocer nuestros valores diferenciadores, identidad o cultura. Fidelizarlos por estos componentes se hacía harto difícil ¿El desenlace?: la mayoría elegían su próximo destino de vacaciones a razón de la mejor oferta. Y ya sabemos en el segmento de sol y playa, la gran competencia que hay: Turquía, Egipto, Croacia, Caribe, Cabo Verde,… ¿Por culpa de los empresarios hoteleros? Por supuesto que no, crearon un negocio y tenían que rentabilizarlo. Más bien por una reglamentación, que en principio auspiciosa, terminó alterando la ley de la oferta y la demanda, que se regula sola. El exceso de intervencionismo gubernamental, una vez más, había causado enormes estragos.