Revista Cine

El Diván

Publicado el 16 enero 2011 por Angel Esteban

El Diván

El Diván

Al borde de la mesa los dos sujetos hacían sus apuestas alentados más por el deseo de irritar al perdedor que por el ánimo de ganarse un puñado de pesos. Hasta en el rito de lanzar bocanadas de cigarrillos parecían competir, y aunque el humo enrarecía el ambiente y disminuía la visión, en poco les distraía de su propósito de envite. El reloj de péndulo colgado en la pared apenas se podía notar si no fuera por el sonoro y sincronizado tic tac, hipnotizando como un hechicero al más desprevenido de los mortales con el pasar del segundero. Tic tac. Sus agujas parecieron detenerse en la brevedad del tiempo, tan solo por un instante, justo en el momento cuando la incansable esfera alcanzaba la casilla ganadora. ¡La cinco! como los dedos de la palma abierta que alzada en lo alto, dejaba pasar la imagen traslúcida de una vieja casona victoriana que vestida de avejentados ladrillos, inútilmente se aferraba a un jardín matizado de confusos verde y marrón, o al menos así la presentaba la hipnosis. ¡Cinco! el mismo número de ventanales de la casona, todos mirando intrusivamente hacia los amplios salones intentando iluminar su interior; dos en la primera planta separados por la sólida entrada de mármol, y tres en el nivel superior con capiteles rectangulares pobremente ornamentados.

Cinco; y el diván en el centro del salón giraba como la ruleta, una y otra vez, hasta detenerse ante el ventanal derecho del segundo piso ya descubiertas las pesadas cortinas de terciopelo. La respiración en el salón se dificultaba en ausencia de aire limpio pero al menos podía verse con claridad el exterior a través del ventanal: un cuervo posado sobre los cables de electricidad de una calle desierta mirando distraído hacia las dispersas nubes en el cielo. Minutos antes el hombre había estado afuera, parado en el jardín, alzando la mano hacia la luz, intentando esconderse de la mirada victoriana; y pensó por un instante estar sentado en un diván.  Desde el jardín resultaba más fácil recordar los detalles de la casona que a ratos parecía agigantarse y elevarse con la intención de acariciar el cielo, llegar a lo más alto en búsqueda de la inmensidad; para de inmediato desaparecer, desvaneciéndose ante las miradas atónitas y desinflarse para arrastrarse por el suelo.

La fuerza de la esfera saltando entre los números parecía no obedecer gravedad alguna, cuando se detuvo ante la oscuridad del primer salón, desde donde se apreciaba a la luz tocando el vértice del ventanal, pero inhábil de continuar, era expulsada como si se viera reflejada en un espejo, como un encanto de tinieblas para evitar su marcha triunfal, empeñada en carecer de virtud para que nada se pueda ver y nada se pueda describir dentro de aquel salón.

El diván giraba de nuevo en el segundo salón del primer piso donde la escena simulaba la erosión causada por el lecho de un caudaloso río; que de tanto andar a paso lento y vigoroso va formando surcos como las líneas entrecruzadas sobre las palmas, enunciando destinos inciertos, incapaces de llevar a ningún lugar en particular. Sueltas, líneas sueltas entre tanta libertad perdiéndose en el tiempo de una esfera incansable atravesando números y salones de intrincados laberintos.

La ruleta termina de girar y se detiene en el número cuatro, también un número ganador, en el salón donde el vacío se asoma por la ventana mirando hacia un desierto pues nada existe más allá del ventanal. Como yendo en pos de la ausencia cierta de las cosas pues la carencia es como un visitante insolente que no se cansa de repetir que no hay ninguna casona en el jardín, y muchos menos el tendido eléctrico, ni nubes cruzándose en el cielo. Ni siquiera el cuervo, solo existe el ventanal, y  si acaso, tan solo rastros de desasosiego.

En el tercer ventanal, un niño jugaba en el salón principal entre las petrificadas estatuas que decoraban la habitación, corriendo sobre el parquet entre el mobiliario, lámparas y libros. El salón se presentaba irreconocible por la combinación torpe de lo antiguo y contemporáneo en una habitación tapizada de espejos en las paredes. El niño deja de sonreír cuando se detiene ante la mesa, al lado del diván de cuero, reconociéndose en la mirada del sujeto sentado en el. Ve caer muy lentamente  como si el tiempo intentara detenerlas,  las notas escritas con caligrafía errática e ilegible dejadas por aquella mujer vestida de rojo quien se levanta del sillón para prepararse un trago de coñac antes de hacer la siguiente pregunta al hombre sentado frente a ella. De nuevo el conteo regresivo, gira el sillón, rueda la ruleta y en el salón prosigue la diversión.

Esa fue la última vez que se sentó en el diván y para entonces ya no recordaba nada más, justo en el medio del salón, ausente de todo mueblaje y decoración, salvo la verduzca alfombra central que lo separaba del sillón del lado opuesto. El hombre bajó finalmente la mirada, empuñando fuertemente ambas manos, a los cinco en lo alto, y a los otros en su bolsillo, cerrándose los ventanales y disipándose la claridad; terminando con el espectáculo de un circo callejero donde unos sujetos no paraban de jugar a la ruleta.

© Angel Paredes Villanueva

Montreal 2010

 


El Diván
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