Revista Diario
Obama, Sarkozy, Merkel, Zapatero... Me hace muchísima gracia, y se me escapa una risita nerviosa, cuando oigo y leo en los medios de comunicación alusiones a su condición de “poderosos”. ¿Poder, poder...? Por favor, lo de esas personas, en tales términos, es una pura filfa, comparado con el auténtico poder, que es, amigos lectores, uno del que les voy a hablar a continuación.
El poder del dueño del balón; eso es poder, y no la nadería, alicorta y limitada, que esgrimen y enarbolan los grandes líderes políticos mundiales.
Finales de los años sesenta, principios de los setenta, del pasado siglo. A diferencia de lo que sucede a día de hoy, en que, pese a la crisis devastadora que tan acogotados nos tiene, cualquier hijo de vecino cuenta con un bien nutrido arsenal de lo que por aquel entonces llamábamos “balones de reglamento” (y, además, de marca sonora y coloración llamativa), por aquel entonces se podían contar con los dedos de la mano a los poseedores de un balón-balón, símil cuero reluciente y pentagonitos alternados blancos y negros: un tesoro que ríase usted del de Gollum... ¿Consecuencia? El que tenía EL balón, tenía EL poder. Y lo ejercía de manera absoluta, taxativa e impía.
Para empezar, el dueño del balón hacía los equipos, de forma que al suyo iban a parar todos los buenos peloteros (aunque él fuera un “manta” de pronóstico reservado), mientras que el contrario se poblaba de todos los “paquetes” disponibles. Las consecuencias de tan “equilibrada política distributiva de los recursos” (que diría un buen gestor de personal...) solían reflejarse en marcadores tan glorificadores (para el equipo del dueño) como sonrojantes (para el contrario). Pero era lo que había...
Para continuar, el dueño del balón marcaba las reglas del juego: un leve empujoncito a un jugador de su equipo a doscientos cincuenta metros de la portería contraria, penalti y expulsión; una cabeza arrancada de cuajo, o un peroné astillado, de un jugador contrario sobre la raya de la portería, bote neutral (nunca se había visto claro quién había pegado el hachazo...). Un dechado de justicia. Pero era lo que había...
Y para finalizar, el dueño del balón era el que disponía cuándo finalizaba el partido (no siempre, dicho sea en su descargo, por iniciativa propia: si su padre decía que se había acabado, pues se había acabado, y punto...). Esto implicaba que, si pese a todas las añagazas del comienzo y la continuación, el marcador estaba apurado, pero a favor, pues punto y final, y a celebrar la victoria —entre protestas y exabruptos de los derrotados, eso sí...—; mientras que, en cambio, si el marcador se ponía cuesta arriba, el partido podía prolongarse “ad calendas graecas”, hasta que los guarismos se dieran la oportuna vuelta. Un disparate, desde luego. Pero era lo que había...
¿Y había alguna forma de escapar a dictadura tan ominosa, atroz y abominable? Pues sí que la había, y bien sencilla: no jugar al fútbol. Pero, claro, nos gustaba tanto...
Por cierto, y a estas alturas, se preguntarán ustedes que a cuento de qué viene todo esto del poder y el dueño del balón. Ah, pues sí, ya recuerdo: lo que yo quería decirles, amigos lectores, es que los mercados, esos entes etéreos y maléficos (a los que ni siquiera, como al enemigo de Gila, se les puede llamar por teléfono...), son los dueños del balón. Ni más, ni menos. Felices fiestas...
* APUNTE DEL DÍA: con muchas ganas de ver "Balada triste de trompeta"; si no surge ningún imprevisto, ahí andaremos...
* A salto de mata XLIX.-
El poder del dueño del balón; eso es poder, y no la nadería, alicorta y limitada, que esgrimen y enarbolan los grandes líderes políticos mundiales.
Finales de los años sesenta, principios de los setenta, del pasado siglo. A diferencia de lo que sucede a día de hoy, en que, pese a la crisis devastadora que tan acogotados nos tiene, cualquier hijo de vecino cuenta con un bien nutrido arsenal de lo que por aquel entonces llamábamos “balones de reglamento” (y, además, de marca sonora y coloración llamativa), por aquel entonces se podían contar con los dedos de la mano a los poseedores de un balón-balón, símil cuero reluciente y pentagonitos alternados blancos y negros: un tesoro que ríase usted del de Gollum... ¿Consecuencia? El que tenía EL balón, tenía EL poder. Y lo ejercía de manera absoluta, taxativa e impía.
Para empezar, el dueño del balón hacía los equipos, de forma que al suyo iban a parar todos los buenos peloteros (aunque él fuera un “manta” de pronóstico reservado), mientras que el contrario se poblaba de todos los “paquetes” disponibles. Las consecuencias de tan “equilibrada política distributiva de los recursos” (que diría un buen gestor de personal...) solían reflejarse en marcadores tan glorificadores (para el equipo del dueño) como sonrojantes (para el contrario). Pero era lo que había...
Para continuar, el dueño del balón marcaba las reglas del juego: un leve empujoncito a un jugador de su equipo a doscientos cincuenta metros de la portería contraria, penalti y expulsión; una cabeza arrancada de cuajo, o un peroné astillado, de un jugador contrario sobre la raya de la portería, bote neutral (nunca se había visto claro quién había pegado el hachazo...). Un dechado de justicia. Pero era lo que había...
Y para finalizar, el dueño del balón era el que disponía cuándo finalizaba el partido (no siempre, dicho sea en su descargo, por iniciativa propia: si su padre decía que se había acabado, pues se había acabado, y punto...). Esto implicaba que, si pese a todas las añagazas del comienzo y la continuación, el marcador estaba apurado, pero a favor, pues punto y final, y a celebrar la victoria —entre protestas y exabruptos de los derrotados, eso sí...—; mientras que, en cambio, si el marcador se ponía cuesta arriba, el partido podía prolongarse “ad calendas graecas”, hasta que los guarismos se dieran la oportuna vuelta. Un disparate, desde luego. Pero era lo que había...
¿Y había alguna forma de escapar a dictadura tan ominosa, atroz y abominable? Pues sí que la había, y bien sencilla: no jugar al fútbol. Pero, claro, nos gustaba tanto...
Por cierto, y a estas alturas, se preguntarán ustedes que a cuento de qué viene todo esto del poder y el dueño del balón. Ah, pues sí, ya recuerdo: lo que yo quería decirles, amigos lectores, es que los mercados, esos entes etéreos y maléficos (a los que ni siquiera, como al enemigo de Gila, se les puede llamar por teléfono...), son los dueños del balón. Ni más, ni menos. Felices fiestas...
* APUNTE DEL DÍA: con muchas ganas de ver "Balada triste de trompeta"; si no surge ningún imprevisto, ahí andaremos...
* A salto de mata XLIX.-