Publicada originalmente en Neville:
http://nevillescu.wordpress.com/2012/12/21/intramuros-cesar-debe-morir/
Nunca me habían atraído los Taviani, la películas que había visto suyas o son desoladores recuerdos primerizos, caso del naturalismo brutal de Padre Padrone o experiencias desaboridas. Ahora me pregunto si me habré estado perdiendo algo. Si un film como César debe morir es una consecuencia de algo anterior, que para mí está en sombra, o sí es una obra aislada, nacida de la ferocidad de la ancianidad; esa que a algunos directores les da la lucidez y una frescura que tiene que ver con el hacer lo que a uno le da la gana.
Esta última película de los Taviani, rodada cuando Vittorio cuenta ya 83 años y Paolo 81, puede homologarse a obras de otros viejos lúcidos como el Sidney Lumet de Antes que el diablo sepa que has muerto o el John Ford de Siete Mujeres o incluso el Clint Eastwood de Gran Torino. No son películas finales, sino nuevos principios. No son trabajos anquilosados, ni proceden de creatividades agotadas, parecen películas nuevas, vibrantes de cineastas listos para comenzar a exponer su discurso. Y a la vez tiene un peso, un fondo especial; eso tan cursi de la hondura.
Son películas de un joven que solo pudo haber rodado un viejo. Tienen una cualidad singular: trazan un círculo espaciotemporal en el cual el director que empieza y el que acaba conversan, se influyen a través de una dialéctica mágica de sus yoes pasado y presente.
Los resultados sueles ser paradójicos, y César debe morir es un film paradójico, claro. Lo primero es la sencillez de su premisa: los presos de la cárcel de Rebibbia, Roma, representarán este año el Julio César de Shakespeare y la cámara de los Taviani recogerá los ensayos y la representación, condensada luego en unos 73 minutos que son un ejemplo de capacidad de síntesis.
La simplicidad de este planteamiento es, resulta evidente, solo una apariencia. Está feo eso de citarse a uno mismo, pero creo que esto que escribía al respecto de John Ford para el libreto de la edición de Un crimen por hora aclara un poco este punto: «Las películas con Rogers son poco ambiciosas porque así quieren serlo, es su naturaleza. Es decir, la distancia entre lo que quieren ser y lo que son es muy cercana, mucho más que en El delator. Están más logradas en sus pretensiones, sean estas del tamaño que sean. Estos anecdotarios que filma con Rogers y otros títulos “menores” comparten la misma aspiración -pienso en Wagon Master, Siete mujeres o la mencionada The Rising of the Moon-, pues poseen la belleza de lo sencillo. Sus ambiciones son las más elevadas de toda la obra fordiana por cuanto aspiran a la desaparición de las mismas.»
La profundidad de la película dimana directamente de esta sencillez, de esta ambición en su grado cero, absoluto. Los Taviani no fuerzan el drama, colocan la cámara y filman en primer término una singular adaptación del texto teatral. Lo hacen con mucha garra y estilo, sacando partido estilístico de las espartanas localizaciones, de la iluminación y de los encuadres. De pronto la agilidad de la cámara, el movimiento de los actores, la creatividad expresiva del plano o del fuera de campo y el nervio mismo del drama, rompen de un solo golpe las barreras de los teatral y del documental. Ya estamos viendo una película. Los Taviani han invertido los términos y la excusa, Julio César, pasa a ser la materia básica de la película supeditando, pero nunca anulando, al contrario, los demás rasgos a esta emoción original.
La versión de los presos de Rebibbia rodada por los Taviani es emocionante, visceral, directa. Y hay que mirarla dos veces. En realidad los cineastas le han dado la vuelta al espejo; la ficción mira dentro de la realidad y desde el fondo de esta, una imagen de la realidad rebota y se convierte fusiona con la ficción. César debe morir rebela su naturaleza de galería especular interminable.La realidad y la ficción son como las voces dobladas en una canción. Cantan la misma melodía pero de manera diferente. Los presos, los actores, usan a la vez sus dos voces, la real y la del personaje, y la verdad sale por ambas con una claridad dolorosa. Sus rostros son geografías humanas como las de los grandes westerns y cada palabra que dicen reverbera como un eco de aquí al fin de los tiempos y vuelta. Atraviesa su vida presente y es devuelto por su vida pasada para alimentar el personaje al cual interpretan dentro de esa ficción incrustada en la realidad, más real que la misma realidad, que es Julio César.
Sobre esta canción, sobre estas voces, va creándose poco a poco un muro de sonido con el añadido del resto de la instrumentación. César debe morir crece como aquellas canciones producidas por Phil Spector para las Ronnettes. Cada pequeño elemento retumba, aumentando las capas de sonido, de significados en esta ocasión. Aquí hay humor y tragedia, violencia y frustración, dolor y honor.
No sé si César debe morir es una obra maestra, un término tan desgastado que ya no significa nada, pero se parece mucho. Es una obra esencial, al tiempo primitiva y sofisticada, llena de alardes que no lo parecen, sabia y modesta, concisa e inagotable en la cual la música y la letra impresionan por igual.