Muchas de las sociedades tradicionales han procurado adaptar su modo de vida a un entorno natural duradero, frente a lo común en nuestras sociedades industriales, empeñadas en ajustarse a un modo de vida literalmente insostenible. En muchos lugares, en otras palabras, parece evidente que la economía no goza de la autonomía de la que disfruta entre nosotros: se halla estrechamente relacionada, y a menudo subordinada, a otros menesteres.
De resultas, los ecosistemas tradicionales suelen tener poco que ver con el estancamiento y con la regresión: remiten sin más a una evolución que se verifica al margen del culto obsesivo por el crecimiento y que refleja otro sentido del tiempo, y otro sentido de la solidaridad, muy lejos del individualismo aberrante de las sociedades occidentales. En tales condiciones, afirmar que nuestro orden, inspirado en la modernidad, la economía, el progreso y el desarrollo, tiene un carácter natural es, sin más, equivocarse.
Pierre Clastres y Marshall Sahlins han demostrado que las sociedades del pasado que acostumbramos a calificar de primitivas no eran economías de la miseria, de tal suerte que, si no producían más, ello era así por libre decisión, y no por imposibilidad. “La sociedad primitiva asigna a su producción un límite estricto que prohíbe franquear, so pena de ver cómo lo económico escapa de lo social y se vuelve contra la sociedad al abrir la brech de la heterogeneidad, la división entre ricos y pobres, la alienación de los unos por los otros” (Clastres).
En un terreno similar, John Zerzan nos ha invitado a recelar de la afirmación que sigue: “Nuestra existencia precivilizada, llena de privaciones, brutalidad e ignorancia, hizo de la autoridad un regalo benevolente que nos rescató del salvajismo. Aún se acude al ‘hombre de las cavernas’ y al ‘neanderthal’ para recordarnos dónde estaríamos de nos ser por la religión, el gobierno y el trabajo sacrificado”.
Ahora sabemos, sin embargo, que “la vida antes de la domesticación se basaba principalmente en el ocio, la intimidad con la naturaleza, el disfrute de los sentidos, la igualdad sexul y la salud. Ésta fue nuestra naturaleza humana durante dos millones de años, antes de caer esclavos en manos de religiosos, reyes y jefes”.
A duras penas puede sorprender que, así las cosas, y volcándonos ahora en el tiempo presente, el concepto de desarrollo tenga difícil traducción en muchas lenguas y culturas. Para traducirlo, los bubis de Guinea Ecuatorial emplean un término en el que se dan cita los verbos crecer y morir, mientras los ruandeses echan mano de una palabra que, mal que bien, significa desplazarse, sin ninguna indicación de direccionalidad. Parece lícito concluir que estas dificultades lingüísticas implican que a los ojos de muchas sociedades -y como ya hemos señalado- su reproducción no depende de una acumulación continua de saberes y bienes que hace que el presente sea mejor que el pasado. En wolof, y llamativamente, por desarrollo se entiende la voz del jefe, en tanto que en la lengua eton, hablada en Camerún, la palabra se identifica con el sueño del blanco.
Serge Latouche ha puesto repetidas veces el acento en el ejemplo que ofrece el África contemporánea, el único continente en el que se está registrando algo que merezca el nombre de innovación social, una alternativa frente “al delirio tecnoeconómico de Occidente” y frente a un doble naufragio: el de la descolonización y el de un desarrollo marcado por el paternalismo humanista. Esa África capaz de organizarse en la penuria y de inventar una genuina alegría de vivir es acaso el mejor de los escenarios para calibrar las miserias del crecimiento y del desarrollo.
“De dos cosas, una. O bien se pregunta a los países interesados lo que quieren, a través de sus Gobiernos o de encuestas de opinión manipuladas por los medios, y la respuesta no ofrece entonces duda: antes que esas ‘necesidades fundamentales’ que el paternalismo occidental les atribuye, lo que ‘ellos’ quieren son aparatos de aire acondicionado, ordenadores portátiles, frigoríficos y, sobre todo, coches viejos (agreguemos, claro, que todo ello para alegría de los responsables, de las centrales nucleares y de los carros AMX…). O bien se escucha el grito que sale del corazón del campesino guatemalteco: ‘Dejad a los pobres tranquilos y no les habléis más de desarrollo’. Todos los animadores de movimientos populares, desde Vandana Shiva y Ekta Parishad en la India, hasta Emmanuel Indione en Senegal, lo dicen a su manera.
Dejad a los pueblos tranquilos, dejadles encontrar la solución a sus problemas que vosotros mismos habéis creado y no les impongáis más vuestros modelos de desarrollo. Porque, al cabo, si a los países del Sur les interesa incontestablemente ‘reencontrar la autonomía alimentaria’ es porque han perdido ésta. En África, hasta el decenio de 1960, antes de la gran ofensiva del desarrollo, aquélla no existía todavía. ¿No es acaso el imperialismo de la colonización, del desarrollo y de la globalización el que ha destruido esa autosuficiencia al agravar la dependencia cada día?
Antes de quedar masivamente contaminada por los desechos industriales, el agua, con o sin grifo, era casi siempre potable. En cuanto a las escuelas y los centros médicos, ¿son instituciones adecuadas para introducir y defender la cultura y la sanidad? Iva Illich ha enunciado serias dudas en lo que se refiere a su pertinencia en el Norte. Tales reservas deben ser infinitamente mayores en lo que hace al Sur.
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