Revista Cultura y Ocio

El ejercicio del mal

Publicado el 04 septiembre 2015 por María Bertoni
La película de Trapero interpela más allá de la cuestión estrictamente cinematográfico, e incluso del hecho policial narrado.

La película de Pablo Trapero interpela más allá de la cuestión estrictamente cinematográfica, e incluso del caso policial recreado.

Desde su estreno a mediados de agosto, El clan suscita al menos cuatro grandes discusiones. La primera, sobre la evolución profesional del director Pablo Trapero. La segunda, sobre la envergadura del salto que los protagónicos Guillermo Francella y Peter Lanzani pegaron desde el trampolín televisivo. La tercera, sobre la atracción que el caso Puccio sigue ejerciendo en nuestra sociedad. La cuarta, sobre las distintas maneras de trasladar un caso policial a la ficción.

Las dos primeras discusiones son más bien estériles porque rara vez admiten grises y/o profundizaciones. El récord de taquilla que la película sostiene hace tres semanas constituye el gran argumento, la prueba irrefutable de consagración según celebra una porción considerable de compatriotas, y de sometimiento a las reglas de la industria según protesta otra porción igual de altisonante.

Algunos espectadores preferimos hablar de gustos personales, y decir que nos quedamos con las primeras películas de Trapero: Mundo grúa y El bonaerense por ejemplo. Desde Carancho, observamos que el realizador desarrolló un sentido de la espectacularidad cada vez más afín a los criterios de entretenimiento masivo (son ilustrativas, en este sentido, las características de la estrategia promocional elegida a partir de aquel largometraje protagonizado por Ricardo Darín).

En general, los integrantes de esa misma fracción de público creemos ver en la encarnación de Arquímedes dos o tres hilachitas de ese otro padre de familia disfuncional que Francella interpretó en Casado con hijos. De hecho, la voz de aquel Pepe catódico parece colarse en la escena en la que Puccio Sr. le pide a su esposa que agregue comida al plato del primer “muchacho” secuestrado.

La invitación a descubrir la cara dramática de un actor cómico (y viceversa) siempre despierta curiosidad, pero esta curiosidad no siempre se convierte en sorpresa descomunal. La máxima se aplica al efecto que pueda provocar el desempeño de Lanzani, dada la fama adquirida bajo la tutela de Cris Morena.

A grandes rasgos, el éxito de El clan parece originarse en la conjunción de unas cuantas variables: la capacidad de convocatoria del director y de las estrellas protagónicas, una campaña de prensa destinada a promocionar la película como una propuesta imperdible, la promesa de “historia (truculenta) basada en un hecho real”, la fachada de gente bien de los asesinos, el fenómeno de atracción morbosa que un psicólogo analizó a pedido Nancy Pazos para su programa de radio (aquí la transcripción que publicó el diario Perfil).

Aunque en menor medida, también es posible que incida un sexto factor, relacionado con los otros dos temas de discusión enumerados en la introducción de este post. Se trata de la decisión de retratar a la familia Puccio, no como uno de esos especímenes fallidos que la raza humana produce a pesar suyo, sino como prueba de que esas excepciones llamadas monstruos en realidad son parte constitutiva de nuestra especie.

Desde esta perspectiva, El clan resulta interesante porque reconoce en sus protagonistas un exponente de la complejidad de nuestra condición humana. Esa complejidad donde también anidan desvíos como la abyección, la criminalidad, el corrimiento total o parcial de la culpa, en suma, las distintas variantes del ejercicio del mal.

En esta oportunidad, el ejercicio del mal es colectivo por partida doble: como emprendimiento familiar y como derivación privada de una actividad estatal. Si bien aborda ambos fenómenos, Trapero se concentra más en el primero.

Aún así, la película invita a pensar más allá de la cuestión estrictamente cinematográfica (desde ya) y de un caso policial en particular. Por lo pronto, a la salida del cine algunos espectadores reflexionamos sobre nuestra transición democrática de principios de los años ’80, concretamente sobre el proceso de desmantelamiento de la estructura represiva consolidada en tiempos de la Triple A.

Desde esta otra perspectiva, El clan también resulta interesante porque, aunque sea de manera tangencial, sugiere que la violencia institucional engendra un tipo de delincuencia todavía más peligrosa que la delincuencia común. Por otra parte, los parlamentos atribuidos a Aníbal Gordon y al vocero o secretario de un militar encumbrado renuevan la pregunta sobre el verdadero alcance del saneamiento de nuestras agencias de inteligencia y seguridad.


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