El 27 de febrero de 1977, en una casa de campo de las afueras de Madrid, propiedad de José Mario Armero, se reunieron Adolfo Suárez, entonces presidente del Gobierno (hacía poco más de un año que había muerto Franco), y Santiago Carrillo, el líder del entonces ilegal Partido Comunista de España. Ésta es la trascendental entrevista que ha recreado el dramaturgo Luis Felipe Blasco Vilches. Hay que recordar el contexto político de aquella reunión, secreta y clandestina: el 11 de febrero habían sido liberados de su secuestro por el GRAPO el empresario Antonio Oriol y el general Emilio Villaescusa; poco antes, el 11 de enero, ETA había asesinado al inspector de policía Félix Augusto Pinel, y el 24 de enero un grupo de extremistas de derecha habían matado a cinco abogados laboralistas en lo que se conoció como la matanza de Atocha.
El encuentro, que dirige Julio Fraga e interpretan Eduardo Velasco (Carrillo) y José Manuel Seda (Suárez) que difícilmente puede verse fuera de este contexto. Es una puesta en escena extremadamente sencilla, con dos butacas y un mueble bar como única escenografía. Blasco Vilches ha trenzado un diálogo tenso e intenso que, como él mismo explica, es a veces partida de ajedrez y otras combate de boxeo. La personalidad de ambos políticos, la electricidad que ambos desprendían tiene fiel reflejo en la función, en la que los dos se estudian, se reprochan, se acusan, se tantean, se enfangan. Suárez -con franqueza y confianza- y Carrillo -con reservas y recelos- exponen sus planteamientos, sus ideas, sus muchas diferencias y su -necesario- objetivo común. El diálogo es ágil y apasionante, aunque me pareció innecesario el momento en que ambos dejan la conversación y se dirigen al público, ya que el texto es algo panfletario y educativo en este fragmento, y rompe la tensión; creo que es inevitable, sin embargo, la grandilocuencia de algunas de sus frases para definir a los personajes y su momento histórico. Julio Fraga salpica la función con pequeñas pero atinadas pinceladas, pero es el trabajo de los dos actores, magníficos en su composición de los personajes, convincentes y firmes, el que sostiene el espectáculo en un nivel muy alto de interés.
La función, lógicamente, se dedicó a la memoria de Adolfo Suárez. Sentí que no hubiera demasiado público -la sala pequeña del Español tenía aproximadamente tres cuartos del aforo cubierto-. En primer lugar porque siempre me gusta ver los teatros llenos, y en segundo lugar porque obras como estas, contribuyen a avivar nuestra memoria, a recordarnos que hubo una época, no tan lejana, en que el diálogo y el entendimiento (que significan, en determinados momentos, ceder) nos hicieron avanzar como país y como sociedad a pasos agigantados. Sentí especialmente que no hubiera jóvenes ni políticos (creo) en la sala, porque creo que es momento de recordarles que hay que valorar en su justa medida lo que tenemos, y que hubo gente como Carrillo y Suárez, que supieron mirar más allá de sus intereses personales y partidistas para buscar un territorio común de convivencia. Porque, siempre lo he defendido, es mucho mayor, y más importante, lo que nos une, que lo que nos separa.