El Engendro, hermoso como una simetría aún no dañada por la mirada, estaba tumbado en una tumba al lado de la cama de matrimonio. No lloraba. No fingía. No bebía sino ida y venida fugaz de ideas y vibrátiles conjugaciones neuronales. Sí odiaba ya. Sí desea. Sí codiciaba; fuesen aves, alas o cofres para encerrar orígenes y larvas de éter, fe, lodo. El sonido inconfundible de la campana del despertador tiene siempre la mala costumbre de sacarme de los más bellos sueños que una pueda imaginar. ¡Dios, cómo odiaba el maldito aparato soñador!