Por: Mariano Reyes Ceballos.
En tanto un rebaño de ovejas (Wilber Aguilera) pasta cabeceando en un verde campo perdidamente raso sin saber si mirar a un podium impreciso o al lejano expendio de los alimentos; el cuerpo de Ben Laden (Manolo Castro, Julio Alberto Mompié y Julio Lorente), aún después de muerto, no cesa de respirar entre inciensos y un atormentador ulular de sirenas. Una señalada pared (Odalys Orozco) — ¿o acaso muro? — nos recalca que, más allá de todos los estudios, la obra de arte labra un laberinto entre lo que se dice y lo que se quiere decir, en tanto un confesionario (Mayté Rondón) carente de la menor privacidad se entroniza bajo la el paso central de la capilla de bóvedas catalanas, cúpulas y no pocas cópulas, esa sacrosanta construcción que asiste por estos días a la mayores acciones de la más irredenta paganizad.
¿Quién no ha escuchado las historias de terremotos y huracanes que, tras devastar ciudades enteras, antes de concluir su labor demoledora, se apiadan de alguna torre de una iglesia o de uno que otro rancho miserable que queda indemne tras los avatares del meteoro? Del mismo modo, del aeroplano (Iván Torres) que se deja ver, siniestrado en las áreas verdes de Artes plásticas, sólo sobrevivió la propela de cuatro aspas que yace recostada a lo que fuera cavidad para un motor devorado por las llamas.
Pero si la mirada indagadora se detiene a detallar ciertas precisiones, podrá suponer que esas aspas nunca formaron parte del que se quiere sugerir su avión. ¿Por qué quisieron ocultar los aviadores las esencias de su aterrizaje? ¿Es que las huellas del forzoso trazadas en la tierra fueron marcadas a destiempo? ¿Quiénes y de qué modo se trasladaban sus pasajeros en una cabina de ventanillas selladas con duraluminio? ¡Ah! ¡Qué enigma entre las aguas!