Revista Libros
Me pone nervioso decir cosas trascendentales. Me pasa mucho con las chicas. Cuando quiero decir que están guapas, termino enredándolo todo, y ellas acaban entendiendo que las llamo rechonchas o zancudas o cuellilargas. Me pasa siempre. Por eso ya casi no hablo, solo escucho y muevo la cabeza. De todas las veces que me ha pasado, lo del funeral de tío Fidel fue lo peor. Yo tendría quince años y era la primera vez que asistía a un entierro. Me resultaba violento dar el pésame a mi tía porque, cuando la gente lo hacía, ella lloraba y gritaba. Me parecía que le hacían daño y yo la quería mucho. Decidí esperar a que se sintiera mejor, pero el tiempo pasaba y ella peor se ponía, ¡venga a llorar! Llegó el momento de poner la caja en el nicho y ya no quedaba otra. Me puse a la cola. Mientras me acercaba iba practicando y me repetía lo de mi sentido pésame. ¡Lo hice veinte veces por lo menos! Cuando llegué donde ella estaba, la abracé y le dije felicidades. Me quedé helado. Ella lloraba y me besó. Me dijo gracias, como a todos.