
El pintor más romántico de todos tal vez lo fuera el francés Theodore Géricault (1791-1824). Su corta vida fue contenida ya con los elementos tan propios de una pasión, de una huida, de un desasosiego, de un regreso y de una rebeldía. Tuvo que abandonar Francia por una inapropiada relación con una tía suya a la que dejaría embarazada. Entonces viajaría a Italia, y recorrería sus paisajes y las obras de Arte de su admirado Miguel Ángel. Durante 1816 y 1817 visitaría Florencia y Roma, y acabaría inspirándose para componer un grandioso lienzo que nunca acabaría... Regresó luego a París, y pintaría sólo aquello que su ánimo romántico le pidiera. No vivió de la Pintura gracias a su linaje, pero pudo a cambió realizar las obras que él quisiera, sin dejar que opinión ni menoscabo alguno le condicionase. Por eso pintó La balsa de la Medusa (desastre de un naufragio francés que humilló al país) a pesar del rechazo que las autoridades de Francia tuvieron a que se publicitara la tragedia. Por eso no dudó a veces en hacer con su tendencia romántica un atisbo de crítica social, en ocasiones frente a los desposeídos o a los marginados, algo que el realismo subsiguiente llevaría, verdaderamente, a comenzar.
Pero, en un ejemplo de paisaje romántico, del paisaje romántico por antonomasia, Géricault compondrá en su estudio de París en 1818 dos obras con dos momentos recordados de aquel viaje a Italia. En ellos, en esos dos paisajes paradigmáticos del escenario romántico, Géricault describirá los elementos que se precisarán en un paisaje para expresar un sentimiento visual que contenga el espíritu romántico. Primero un río, el cauce de una rivera tranquila, no unos rápidos, ni una cascada incluso; seguidamente un puente, un acueducto o unos arcos que lo sobrepasen; luego unas elevaciones montañosas, cercanas y lejanas, no sirven para el paisaje romántico una llanura o una meseta, ni siquiera un valle...; también son necesarias unas edificaciones, pocas, castillos, torres o ruinas, no bastarán ni se requieren casas, hogares sencillos o cabañas; un elemento imprescindible además es un cielo no despejado, cargado de nubes inofensivas, poderosas y envolventes; otro elemento vital será la luz, una luz que no solo de vida a los colores o a las formas, no, deberá señalarse claramente ahora en las cosas que ilumina, en los bordes de los árboles, en las piedras de los fuertes, o en las sombras que fabrique. Pero será una luz solar que no sabremos de dónde proviene ahora, es decir, que el sol no deberá verse, no podremos más que notar sus efectos, nunca ver su halo brillar. Por último, pueden estar también en este paisaje romántico unos seres humanos, pero éstos no interesarán, no importarán, no estarán hay por nada especial, tan sólo para justificar ese paisaje.
Y de este modo compondría Theodore Géricault sus dos obras de dos paisajes románticos italianos, Paisaje con Acueducto y Paisaje con tumba romana, ambos de 1818. El primero es un atardecer, el segundo, un amanecer. Efectivamente, porque la luz del sol al atardecer es más poderosa, más brillante, más desgarradora de un resplandor llameante que contra las cosas aún su luminosidad perfilará con sus rayos. Y es así como, en la primera obra, veremos la luz en la parte izquierda del lienzo amarillear poderosa. En el otro lienzo la luminosidad solar será más suave, más agradecida, salvadora ahora de sombras, algo con lo que la inclinación radiante del sol acabará poco a poco venciendo ya las recónditas esquinas más ocultas a su luz. Pero, sin embargo, todos aquellos elementos se precisarán para llevar a cabo un paisaje romántico por excelencia; un paisaje, es decir, un espacio ahora solo para recrear con él un único sentido artístico, no para contar alguna cosa, o para describir algo concreto, o para relatar una leyenda, o para denunciar alguna calamidad. No, será tan solo para emocionar con el espíritu que de su luz, la de la mañana o la de la tarde -nunca un paisaje romántico será al mediodía-, pueda ya componerse en un escenario efímero, porque el escenario romántico no solo buscará retratar un espacio, sino también el tiempo... Porque las dos cosas serán aquí inevitables; como la inutilidad poderosa de lo que representa, como la grandiosidad tan limitada de las cosas, como la innecesaria esperanza de sus formas, o como la irrelevancia más universal de lo vivido...
(Las dos obras del pintor romántico Theodore Géricault, óleo Paisaje con acueducto, 1818, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; óleo Paisaje con tumba romana, 1818, Museo de Bellas Artes de París.)
