Por: Eduardo Lora CuetoEn medio de un pueblo que no habla o que pareciera no querer hacerlo, vivía el único escritor que sí tenía esta capacidad. Aquel joven alegre e inteligente, vendía sus letras y aprovechaba todas las tardes para dar a conocer, lo que en su niñez había aprendido cuando vivía lejos con seres como él. La comunidad estaba muy contenta con su trabajo, pues sus letras lograban reunir información de interés social.
Dibujo por: Eduardo Lora Cueto
Casi un espectáculo era lo que este joven escritor hacía, pues sus historias tanto escritas como habladas, estaban llenas de creatividad, al punto de que la gente respondía con multitudinarios aplausos y grandes sumas de dinero. Ni hablar de la vestimenta que usaba: unos pantalones anchos de color azul, una camisa verde y rota y un chaleco negro. Los asistentes no hacían ruido, pues sellaban su boca; no discutían, pues no tenían al servicio su lengua; no gritaban, pues apagaban su garganta; no comían en público, pues lo hacían a escondidas; no besaban, pues tenían miedo a enamorarse; no silbaban, pues para eso estaban los pajaritos; no mordían, pues escondían sus dientes; no fumaban, pues nunca habían visto un cigarrillo; no hablaban, pues nadie se atrevía. El joven escritor solía tener un número de ediciones que repetía cada tres meses, pues la gente de ese pueblo no tenía memoria, o al menos la perdía con facilidad. Uno de esos días en los que el escritor pensaba que le iba a ir de maravilla, se da cuenta que sus letras ya no reposaban en aquel baúl antiguo que guardaba en la casa del árbol en la que vivía. Empezó a buscar sus letras, no paraba de hacerlo; se acercaba la tarde y no tenía qué mostrar, ni siquiera tenía cabeza para inventar nuevas historias, pues se debatía en un gran dilema: no saber si las dejó olvidadas o si se las habían robado. Entonces, decide recorrer el camino que siempre hacía. Al llegar a la plaza, se da cuenta que otro escritor con sus mismas características, aunque un poco mayor, con canas, arrugas y una joroba, tiene al pueblo embelesado con las mismas historias que él ya había contado. La lengua de aquel usurpador tenía dos ramificaciones y no paraba de salir de su boca de una manera apresurada. Intentaba agredir a quienes escuchaban sus historias, situación que a los del pueblo no incomodaba, pues se quedaban inmutables para apreciar tales caricias. El joven escritor, resignado y adolorido, espera que el repugnante acto termine y desesperado le cuenta al pueblo lo sucedido, pero nadie parece querer entender. Entristecido recogió las pocas pertenencias que le habían dejado y decide marcharse a otro pueblo, quizá muy lejano. La gente no lo despidió, no hizo nada, pues ahora tenían un nuevo escritor que contaba historias de otra manera, aunque con la misma información, y a pesar que no le podían responder con el habla, un simple aplauso, el brillo de los ojos y unas pocas monedas era la mejor manera de agradecerle. Y llegó a aquel pueblo, pero no veía a nadie, era un pueblo abandonado, por lo menos en las noches.Dibujo por: Eduardo Lora Cueto
El joven escritor se refugió en una cueva que encontró y que le transmitió confianza, y fue entonces cuando decidió reinventar sus historias y plasmarlas en pergaminos, para que este pueblo, que de seguro despierta tras el alba, pudiera ver y no escuchar. Para eso no necesitaría su boca, y decide sellarla con pedazos de piedra, arena y unos alambres que perforaron sus labios, para darse cuenta si de esa manera en este pueblo lo aceptarían y le serían fieles. Se durmió y no pudo ver el alba. Cuando despertó, se dio cuenta que era demasiado tarde y se hizo viejo para poder esconderse, para que la víbora se diera cuenta que podía devolverle el veneno. Sí, se hizo pasar por viejo para que aquella lengua no viera sus alas y así poder volar más tranquilo. Se hizo viejo, se hizo pasar por viejo y corrió, y corrió, y corrió sin medida, así, cuando llegara ella, él ya estaría listo, con la misma vestimenta, un sombrero que encontró en el camino y unas botas empolvadas. Lleno de temor decide marchase a lo que sería su encuentro en la plaza del pueblo. Él no quería ver a los asistentes, prefería guardar la expectativa para que cuando sacara sus pergaminos se impresionaran y exaltaran sus ojos como lo hacían con aquel viejo de lengua bífida; pero cuando el escritor se postró en el centro de la plaza y vio a quienes estaban allí, se decepcionó de inmediato, pues en este pueblo no solo tenían la boca sellada, sino que también, los ojos.