En las anteriores entradas se ha analizado los primeros principios de la lógica en relación con la acción. Principio de identidad como acción (incluso duración), el de contradicción como integracion de acciones (siempre por realizar), el principio el de tercio excluso que sitúa al individuo y los individuos en un tiempo muerto, vacío, de ensayo, simulación que lo enfrenta con la acción por realizar, en virtud, de las acciones realizadas (acciones como resultado de la praxis, y duraciones como resultado de nuestra biología), sin embargo, tal principio es ciego y sordo respecto de la acción que tiene que llevar a cabo (la luz sólo ilumina lo hecho)Esta trama práctica es imposible, ninguna formación pueda controlarla completamente, o incluso afirmar que es posible configurar las normas elementales de su control. El Estado se presenta representado esta función. Uno de los errores fundamentales es creer que cierto estadio de concordia, de integración fruto de acciones pasadas, puede ser delimitado con reglas explícitas (léase en este sentido los principios de Rawls, la voluntad general de Rousseau). La formulación kantiana del imperativo categórico es, en este sentido mucho más eficaz, porque es una norma vacía de contenido, de contenido práxico, por su singularidad. Las acciones particulares pasadas, y los establecimientos de concordia actuales universales (que configuran un universo de particulares), no son suficientes para dar contenido a tal fórmula.Ahora bien, esto no significa que podamos hacernos una idea de qué acciones han sido más válidas, o representar algunos datos que establezcan alguna correlación con el grado de concordia, sin embargo, el carácter temporal que define cualquier acción hace imposible enunciar reglas que permitan la acción (directa) de un gobernante sobre el material que ha de conformar.La acción a la que obliga el imperativo categórico es la forma de todo enunciado práctico, pero su efectivo ejercicio, se hace desde unos presupuestos muy concretos, con contenido (frente a Rawls de nuevo). El problema es que no se puede gobernar de esta manera más que de un modo muy precario. La confusión puede venir de que las acciones no se diferencian por su tamaño, y la acción de un príncipe afecta a toda una población surtiendo, efectivamente, unos efectos. Pero muchos de estos efectos resultan que la acción de los individuos vayan contra ellos mismos y con la consiguiente concordia que el príncipe quiere instaurar. Esto por el lado de la razón de un particular que pretende encontrar las reglas universales de integración. Por otro lado se puede apelar a las instituciones como conglomerados de integración que asumen los individuos evitando la sensación de coacción que puede darle el mandato de un príncipe, sin embargo, tales instituciones por muy espontáneas que sean, pueden resultar lesivas para los individuos, lo que permite que algunas voces ilustradas intenten retificarlas, (conservando lo que integra, y reduciendo lo que desintegra). La síntesis de ambas fuerzas podría darse de algún modo parecido a éste: mantener la espontaneidad de las instituciones (llamemóslas naturales), analicemos las pautas que no sean razonables; pero siendo conscientes de que cualquier acción futura de reforma difícilmente puede ser positiva, ya que cualquier individuo (el más ilustrado que quepa pensar) no tiene toda la información para llevar a cabo tal reforma. El Estado pretende arrogarse esta acción positiva, las instituciones, que no se confunden con el Estado, se diferencian en que son fuente de derecho (y políticas), pero que no cancelan todos los supuestos de lo que es público, ni siquiera son el marco institucional que permita la discusión para analizar lo que es universal y necesario en la acción. En realidad, esto no es lo que debería ser sino lo que en realidad es, los Estados son instituciones particulares que anhelan una universalidad que no es la suya.