Revista Arte
El estigma de la incomprensión, sus formas y sus consecuencias en la soledad y en la violencia.
Por ArtepoesiaNos cuenta la Biblia que Job fue un hombre justo, virtuoso y respetuoso de su divinidad. Tenía además una familia que le quería, era padre de siete hijos y de tres hijas. Llegó a ser un rico ganadero, poseyó miles de reses de ganado e incluso una servidumbre a la que trataba bien. Era íntegro, bienintencionado, amigable y confiado. Pero un día todo eso se acabó, sólo quedaron él y su esposa, el ganado enfermó, los siervos fallecieron y un fuerte viento se llevó la casa y a sus hijos, desapareciendo todo para siempre. Aun así, él continuó confiando en su Dios y en su suerte. No se planteó cuestionarse nada, ¿por qué? si él no se lo merecía. Pasó el tiempo, y una cruel enfermedad acabó llagándole su piel. Job, entonces, sólo termina sentado, ayudándose con una teja rota tratando así de aliviar sus terribles molestias. En ese momento su esposa lo ve y, harta de tanta desgracia, le recrimina tajante, ¿todavía perseveras en tu rectitud?, maldice a tu Dios y muere.
A principios de los años veinte surgió en Alemania un nuevo movimiento artístico, La Nueva Objetividad, que se caracterizó por el rechazo del Expresionismo, esa tendencia en el Arte que deformaba la realidad con unos trazos irregulares y unos fuertes colores. Lo curioso es que ambas tendencias eran, básicamente, iguales en lo estético, sólo variaban en el motivo de la expresión, cuando los expresionistas utilizaban la filosofía como fuente de inspiración, el nuevo movimiento justificaba su tendencia fundamentalmente por criterios políticos. Los miembros de esta tendencia artística descubrieron a un desconocido hasta entonces pintor con el que se identificaron en su estilo, George de La Tour (1593-1652). Este pintor francés fue uno de los más importantes tenebristas de la historia, donde la luz es casi siempre protagonista de sus obras, no una luz cegadora y que clarifica y demuestra, sino una luz que atisba, que sostiene y que mediatiza.
El dios Marte no es tanto el dios griego de la guerra como el dios violento, decidido, brusco y atormentador. También protegía el desarrollo vegetal y, por ello, la prosperidad que ofrece el vigor de la naturaleza. Cupido es el niño travieso que no hace más que disparar, al azar y distraído, sus arrebatadoras e hirientes flechas demoledoras. Una vez Marte lo castigó desabrido y violento, sin comprender siquiera que aquél sólo obedecía a su propia e inevitable naturaleza. La filósofa francesa Simón Weil (1909-1943) ya dijo una vez: La parte del alma que pregunta ¿por qué se me hace mal?, es la parte de todo humano que ha permanecido intacta desde la infancia.
Lucrecia fue una hermosa y honesta mujer de la antigüedad de Roma. Tal era su belleza que el hijo del rey Tarquino quiso poseerla forzándola violentamente. Ella, después, trató de que su deshonra quedara desultrajada, y al ver que nadie se atrevió con el regio violador, no pudo más que suicidarse al verse así incomprendida. Las consecuencias, según la historia, llegaron hasta conseguir la caída de la Monarquía y el advenimiento de la República romana. Todo un símbolo de uno de los sacrificios más representativos que hubo en uno de los avances más relevantes de la historia.
No hay etapas en la vida que no sean susceptibles de desasosiego y maldición. La infancia y la vejez se sitúan en el inicio y el fin de lo que somos. Ahí, en ellas, la inocencia y el desamparo son rasgos característicos de esos momentos. Sin embargo, entre ellos, se sitúa la dura, desesperada, fría, solitaria y perversa madurez. En ella, sobre todo, la conciencia de la incomprensión es devastadora. No podemos más que seguir, ya que en la infancia no tenemos aún conciencia y en la vejez pronto todo se acaba. Pero en la etapa en donde las cosas ya han desarrollado y aún no han culminado, el ser deambula en una inercia desenfocada y agotadora. Es la incomprensión de los otros, que descolla, que adormece, revienta y hace padecer la peor de las sensaciones. La madurez, entonces, la sufre -como en las obras de La Tour-, atisbada y anónima al no poder ocultarse ni tras la figura atenuante del comienzo inocente, ni en la del final devocional, desarmado, latente y sin explicaciones.
(Cuadro del pintor francés George de La Tour, Job increpado por su esposa, 1632; Óleo del pintor Bartolomeo Manfredi, Marte castigando a Cupido, 1620; Cuadro La Limosna, 1905, del pintor español Gonzalo Bilbao; Cuadro Lucrecia y Tarquino, 1630, del pintor Simón Vouet; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Nighthawks, 1942.)
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