En nuestro genoma está escrito que debemos estar preparados para huir o atacar ante cualquier amenaza. Por ello, ante un peligro generamos hormonas que provocan cambios en el cuerpo para permitir esta reacción.
La muerte de un ser querido, las separaciones, la pérdida del poder adquisitivo... son cambios en nuestra vida que nos pueden hacer sentir amenazados. Experiencias como estas se sabe que son estresantes.
Hay personas que están estresadas sin ser conscientes de ello. Nuestro organismo puede tolerar una cantidad de estrés variable antes de reaccionar generando hormonas. Aunque no tengamos motivos aparentes para estar estresados, puede ser que nuestro organismo sufra de "sobreestres".
Si nos cuesta perder peso puede ser por culpa de la ansiedad. Todos conocemos a alguien que, ante una situación que genera angustia, "se le cierra el estomago"; y al contrario, los hay que intentan calmar los nervios comiendo más.
El estrés y los nervios engordan. Almacenamos más grasa, sobre todo en caderas, abdomen y cintura. Por culpa del estrés liberamos cortisol y aumenta la concentración de glucosa en la sangre, para que mejore la respuesta de los músculos. Así obtienen energía para afrontar el peligro.
El problema es que hoy en día la reacción no "quema energía", no tenemos que salir corriendo ante un depredador, y la grasa queda acumulada. Esto puede provocar, de rebote, más estrés, a causa de la presión social o el descenso de autoestima que supone el hecho de engordar. Y empieza un círculo vicioso...