Los defectos de las democracias liberales son muy obvios. Muchos de esos defectos se pueden atribuir al hecho de que el liberalismo económico y el llamado libre mercado han triunfado sobre el liberalismo político.
Fue Herbert Marcuse quien escribió en su libro El hombre unidimensional, que: “La libertad de pensamiento, palabra y conciencia eran –precisamente como la libre empresa a la que servían para promoverla y protegerla– básicamente ideas críticas, destinadas a reemplazar una cultura material e intelectual obsoleta por otra más productiva y racional. Una vez institucionalizados, estos derechos y libertades compartieron el destino de la sociedad de la que habían llegado a convertirse en parte integrante. El logro anula las premisas.” Ahora esos derechos van en contra del proyecto de mantener el sistema capitalista al precio que sea.
Y ello, a pesar del hecho de que la mayoría de los ciudadanos de las democracias occidentales (y probablemente también de democracias en otras partes del mundo) prefieren las libertades sociales y la igualdad prometidas por el liberalismo político. Sin embargo, el libre mercado, que no es realmente libre en el amplio sentido de la palabra, descubre que no puede sobrevivir en un mundo en el cual no haya desigualdad.
El capitalismo, después de todo (y especialmente el capitalismo monopolista) crea (y necesita) ricos y pobres( su evolución ha terminado en las mismas necesidades que la Iglesia y las monarquías).
En consecuencia, los dirigentes que defienden el liberalismo político y el simulacro de democracia se encuentran en una situación en la que acceden a las demandas de los que creen que el mercado supera todas las demás realidades. En otras palabras los liberales políticos, que también son firmes creyentes en el mercado, sucumben. Nada lo demuestra mejor que la presidencia de Obama.
JCP