El hierro con el que sueñan muchos
Desde que los toros se metieron en parlamentos, palacios con neones rojos y demás burdeles ministeriales, mucho se ha hablado de libertad, democracia, derechos y respeto por las minorías, sobre todo desde el atril del taurinismo oficial. Obviamente, como no puede ser de otra manera, esta gentuza cambia de modo de pensar cuando dejan de ser la minoría para convertirse en la mayoría. Nazionalsocialistas de andar por casa. Taurinejos al servicio de su propio bolsillo. Estos son los que quieren "reverdecer los laureles de la Fiesta". No creo que sea necesario explicarle al ávido lector que para fulanos de semejante calaña, el término "reverdecer" significa mover cielo y tierra para seguir fabricando el mayor número posible de billetes verdes a costa del aficionado.
Ahora resulta, que después de siglos de historia, el Toreo se fundamenta, según muchos, en la asistencia de público, en la capacidad de convocatoria de las masas. Ya no se conforman con orejas, apoteósis o indultos. Esto tiene que ser como el fútbol. Todo lo que no sea una fiesta, una orgía de gente -da igual que sean chinos mandarines o un grupo de mozos de despedida de soltero- que abarrote los tendidos, aunque sea para asistir a un espectáculo fraudulento e impuro, no es digno, no merece la pena.
Hace cosa de un par de días, nos enterábamos a través de Toro, Torero y Afición -siempre al quite-, de cierta movida tendenciosa de Gerardo Ortega contra Tomás Prieto de la Cal. A través de las redes sociales, en su cuenta de twitter, rajaba de lo lindo contra el ganadero de los míticos veraguas, al que llamó "cariñosamente" -y cito textualmente- "el colega de los jaboneros" o "amargado taurino". ¿De qué se acusa a Prieto de la Cal? De decir que todas las ganaderías con origen Domecq le parecen la misma cosa.
El caso es que una cosa ha llevado a otra y se ha abierto un interesante debate: los hunos -que son mayoría- defendiendo a las figuras, que son las que atraen a público, cómo no, y los toros que llevan debajo del brazo, los archiconocidos danieles, zalduendos, juampedros, cuvillos o ventorrillos, que son los que posibilitan los triunfos a los encargados de llenar las plazas. En su hipótesis simplista de la tauromaquia cargan contra las corridas concurso, por el mero hecho de que el cemento del tendido se nota demasiado. Las corridas toristas, tampoco son de recibo, exceptuando las de Miura o Victorino, pues ya se sabe, sólo son interesantes para cuatro gatos. Se mofan de una feria en la que puedan estar anunciados toros de Pedrajas, Veragua, Santa Coloma, Urcola o Gracilianos, por lo mismo: eso no le puede interesar a nadie.
A los hotros, los que somos minoría, no nos queda nada más que persignarnos y seguir huyendo hacia delante, rezando para que no nos toque lidiar en la vida con un yerno taurino. ¿Quitamos también las novilladas, porque son deficitarias? ¿Qué pasa con las becerradas, a las que no acuden ni los amigos de los capas? ¿Por esa regla de tres podemos considerar Ajalvir un éxito y la concurso de Zaragoza un fracaso?
¿Cual es el fin? ¿Atraer a la gente a la plaza, al precio que sea? ¿Que pasará, porque pasará, cuando dentro de veinte años las corridas de toros sean un espectáculo con ínfima repercusión? ¿Dejará por ello de ser un arte? ¿Perderán las corridas su justificación ética? ¿Después de cientos de años de historia y multitud de muertos en las arenas, todo se reduce a una cuestión numérica?
El futuro se torna negro si esta es la manera de pensar de los que gobiernan la Fiesta. Para cuarenta, o para cuarenta mil, el Toreo debe de mantenerse fiel a su historia y naturaleza.
El fin -de unos cuantos- no justifica los medios.