Revista Cine

El final del cine: Splendor (Ettore Scola, 1989)

Publicado el 02 septiembre 2024 por 39escalones
El final del cine: Splendor (Ettore Scola, 1989)

Resulta difícil sustraer esta película escrita y dirigida por Ettore Scola a la larga sombra del éxito mundial que supuso Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1988), entrenada y multipremiada la temporada anterior, con la que comparte temática, mirada nostálgica y tono sentimental y melancólico. Como Tornatore, Scola compone un canto a la desaparición del cine, del ritual colectivo de acudir a la sala cine, devorado a finales de los ochenta por la comodidad, la inmediatez y la (supuesta) gratuidad de las películas emitidas en televisión, una larga agonía de «mala salud de hierro» que, no obstante, perdura más de treinta años después de su estreno a pesar del auge (teledirigido) de las plataformas, el proceso infantilizador y consumista (valga la redundancia) que supone encerrar las salas de cine en esa abominable maquinaria llamada centro comercial, y de la proliferación de sagas, franquicias, superhéroes y degradación de los géneros en un constante ejercicio de democratización a la baja y de destrucción del gusto, la curiosidad y el espíritu artístico y aventurero del espectador. La película de Scola, sin embargo, no estudia el fenómeno ni analiza sus causas (más allá de sucintas alusiones a burocracias, gastos, préstamos, licencias, impuestos, facturas pendientes…, y de representar el progresivo crecimiento del vacío de público en la sala), algo más complejas y sostenidas en el tiempo que la mera influencia perniciosa de la televisión (contra la que el cine venía compitiendo desde los años cincuenta con plena garantía de supervivencia, incluso de cooperación); simplemente, ilustra el efecto que esa larga decadencia tiene en el cine Splendor y en las vidas de sus gestores, Jordan (Marcello Mastroianni), Chantal (Marina Vlady) y Luigi (Massimo Troisi).

A partir de un flashback general, la película se estructura en dos niveles temporales, señalados en color (presente inmediato) y blanco y negro (escenas retrospectivas), que relatan, por un lado, los avatares del cine Splendor hacia su desaparición (y sustitución por uno de esos repulsivos centros comerciales), y por otro los orígenes de Jordan como exhibidor (al principio, de niño, junto a su padre, proyeccionista ambulante en los años treinta) y de su relación con Chantal, de la que se enamora a primera vista y a la que rescata del cuadro de baile de una revista itinerante, y con Luigi, cliente asiduo del Splendor con el único motivo de ver una y otra vez a esa hermosa acomodadora que Jordan ha empleado y que vendrá a ser proyeccionista titular y exigente cinéfilo, contrario a las modas y a los gustos alimenticios del público. A este respecto, llama la atención la forma en que Scola resuelve el inconveniente del paso del tiempo desde el punto de vista de los protagonistas, puesto que es preciso «rejuvenecer» a Mastroianni y Vlady para representar el origen de su relación: mientras que en los planos cortos, además del efecto más difuso del blanco y negro, se retoca su apariencia a base de vestuario, maquillaje y peluquería, en los planos más abiertos se usan dobles de cuerpo para la actriz, reafirmando una esbeltez y una arquitectura corporal que la protagonista, ya veterana, no posee. Por otra parte, en este segmento cobra importancia la presencia del régimen mussoliniano como telón de fondo entre el paso del cine ambulante de los Jordan y el establecimiento de una sala permanente, un escenario de control, opresión y censura, pero también, gracias al cine, de entrada en un mundo luminoso, colorido y más libre que el presente gris y el futuro incierto de la dictadura fascista.

El acierto de Scola a la hora de marcar el paso del tiempo a través de las películas que el cine exhibe (resulta fácil para el cinéfilo conocedor ubicar temporalmente los distintos segmentos de la acción gracias al año de producción y estreno de las cintas anunciadas en la cartelera del Splendor en cada momento, de los años cuarenta a bien entrados los ochenta) no va a acompañado de una sutileza comparable en lo que respecta al tratamiento que el guion hace de las situaciones. La relación entre Jordan y Chantal, tratada con detenimiento y minuciosidad en sus inicios, se va abandonando paulatinamente, lo mismo que cuando Luigi irrumpe y se construye el triángulo dramático central, que sin embargo pasa a resultar accesorio. Despojada de tensión y resolución a ese respecto, y limitado someramente el argumento de decadencia y desaparición del Splendor a los problemas de deudas y empréstitos de Jordan, el guion parece entregarse a las posibilidades cómicas de Troisi para despertar mayor interés; el actor hace gestos, pone caras y muecas, da réplicas, cuenta historietas y relata batallitas románticas, contrapunto algo forzado, con aires de improvisación, que no es suficiente como contrapeso humorístico a la tragicomedia general, que aun así contiene algunos momentos logrados (como la venta del Splendor, el descuento de diez millones en el precio final y la ejecución de la cláusula compensatoria de esa rebaja…). Así las cosas, el guion juega la carta de la sentimentalidad, pero no siempre como virtud.

Porque, por momentos melancólica, nostálgica, romántica, sensible, en otros pasajes resulta sensiblera y llorona. Como la cinta de Tornatore, el cine se erige en personaje sin rostro, espacio vital para las relaciones de los personajes principales y de los secundarios, y también para lo que significaba el cine como privilegiado lugar de socialización (en particular, para la coincidencia de hombres y mujeres en el mismo espacio, a oscuras, con todo lo que eso conlleva en una época de represión moral de toda clase), crónica de una época, una forma de vida arrollada por la modernidad y los cambios económicos y sociales. Pero también como la obra de Tornatore, y sin el punto a favor de una poderosa banda sonora como la que para él compuso Ennio Morricone, la película se desliza sin cortapisa alguna por el terreno de la emotividad más zafia y llorona, por la sensiblería más burda y facilona: así, la secuencia en la que un desesperado Jordan asiste, al retornar de la guerra y de la prórroga vivida entre las tropas yugoslavas del mariscal Tito, al final de ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946), ya de por sí almibarado, sospechosamente colocada de manera muy similar y con análogo sentido a la célebre secuencia de los besos de Cinema Paradiso; pero, sobre todo, ese final bobalicón y, desde el punto de vista narrativo, completamente absurdo, en el que, de nuevo a la busca de la emotividad más ruin, el público irrumpe en la sala progresivamente desmantelada para ocupar sus butacas, llenar el espacio y disponerse a una última proyección, eterna, que desmienta ese final que el resto del metraje anuncia.

Al margen de este romanticismo de pacotilla, la película constituye, no obstante, un bonito homenaje a un sentido de la cinefilia que ya hace tiempo que se encuentra en peligro de extinción, hostigado y perseguido por una comercialidad sin freno, por la ignorancia y la miopía de los programadores (sobre todo televisivos), por el desinterés del público por casi cualquier cosa que no sea puro pasatiempo (que no entretenimiento: este, al menos, exige un espectador activo), por el mercadeo de los festivales, las reseñas críticas que hacen promoción en lugar de formar opinión y cultivar el gusto y la consideración de las películas como «producto» coyuntural que deba sustituirse más pronto que tarde por más carnaza para las masas irreflexivas, cine con fecha de caducidad, anticuado ya antes del momento de su estreno, prisionero de ese carácter efímero que hoy domina la vida pública, en particular merced a la lamentable influencia de las redes sociales, la frivolidad omnipresente, la pulsión de la inmediatez y novedad constante y el continuo «descubrimiento» interesado de obras maestras que no lo son en absoluto. Todo lo contrario que aquel periodo de brillantez, emoción, magia y seducción que ofrecía la edad dorada del cine y de sus intermediarios ante el público, esos productores, distribuidores y exhibidores, esos cineastas, técnicos e intérpretes, aquellas gentes cuyos empeños respondían al nombre de esa sala de ensueño, de aquel espacio presidido por la pantalla, con sus tapizadas butacas alineadas en filas, su vestíbulo, su ambigú, su taquilla, sus escaleras para acceder a los palcos, su telón (probablemente el ritual del cine empezó a morir cuando el telón se sustituyó por el accesorio del asiento que permite colocar el refresco…), su cartelera, sus paneles para las fotos promocionales, sus programas de mano…, cuyo letrero de neón unos operarios descuelgan antes de introducirlo en la trasera de un camión de mudanzas: Splendor.


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