Revista Coaching
Hay países prósperos y países pobres, países que lo hacen bien y países que lo han hecho, lo hacen y continuarán haciéndolo mal. Pero no es una cuestión de riqueza, menos aún de inteligencia, por supuesto que la geografía influye, pero no decide y las creencias religiosas casi siempre han empeorado las cosas aunque no hasta el punto de ser decisivas, quizás podría pensarse que la cultura lo es todo, pero en este caso su influencia es relativa.
Aquello que determina el éxito o el fracaso de un país son sus instituciones, su solidez y eficiencia, su capacidad de gestionar y controlar a quienes gestionan, su responsabilidad para con los ciudadanos, garantizando su bienestar, pero promoviendo también el respeto y la responsabilidad. Esto y sólo esto es el punto crítico que separa a los países del éxito o el fracaso.
En todos los lugares hay corrupción, avaricia, búsqueda exclusiva del lucro personal, nepotismo y muchas cosas más. Pero todo ello no es la causa sino la consecuencia de unas instituciones débiles que permiten ejercer el poder a quienes nunca debieran hacerlo, consienten su manipulación a favor de unos pocos, transigen con conductas inmorales y permiten que todo ello se produzca en un entorno de impunidad manifiesta.
El fracaso de España como proyecto colectivo no es la consecuencia de la inmoralidad financiera, la pléyade de sinvergüenzas oportunistas, la degeneración de unos partidos que nacieron como democráticos y se han convertido en un fin en sí mismos. No lo achaquemos a las autonomías, a sus sátrapas reventados. Menos aún a la mitad que trabaja y la otra mitad que haraganea. Ni los independentistas, ni los nacionalistas centristas. Ni efectos centrípetos o centrífugos. Dejémonos de recurrir a las historias de la Historia para justificar nuestros fracasos.
La transición desde la edad oscura de la dictadura franquista ha acabado convirtiéndose en un viaje desde la esperanza a la decepción de un país que se pregunta cada mañana cómo ha podido ocurrir. Las causas son múltiples, pero, por encima de todo, planea el fracaso de unas instituciones en manos de quienes pudiendo decidir lo correcto, optaron por lo incorrecto. El poder no corrompe, son los hombres quienes lo corrompen. Todos, absolutamente todos, hemos participado en mayor o menor medida en este acoso y derribo.
Algunos callamos pese a saber lo que ocurría, otros prefirieron mirar para otro lado y muchos se dejaron comprar por un trabajo, una autovía, trescientos campos de golf, prebendas y ayudas, subvenciones y vista gorda, derechos sin deberes, pan y circo o simplemente promesas. Sólo algunos alzaron la voz, pero apenas se escucho entre tanta traca y celebración.
Contemplamos desolados un país dominado por la partidocracia y saqueado por los caciques financieros, dos mundos paralelos pero superpuestos, tangentes y secantes, dos esferas que se necesitan y autoalimentan, la una permite, la otra provee.
La democracia naciente ha degenerado progresivamente en el gobierno de los partidos, endogámicos e inmovilistas, entrenados en el ataque como única estrategia política, organizados en un clientelismo de escala que se extiende a lo largo y ancho del país, desde el pueblo más humilde a la capital más pretenciosa. Un sistema autosostenido en el turnismo como estrategia de supervivencia en un mundo cada vez más aislado de los ciudadanos. Un sistema que genera mediocridad, ineficiencia y descontrol intencionado como moneda de cambio. Un sistema cainita que utiliza a las instituciones como escudo y excusa mientras alimenta su degeneración y desprestigio.
El caciquismo financiero asiste atónito a las consecuencias de su avaricia. No es que calcularan o decidieran erróneamente. Hicieron lo que querían hacer a sabiendas de lo que podía ocurrir. No hay excusas aunque tampoco parece existir el castigo para una casta nacida al amparo del franquismo y que alcanzó su mayoría de edad con los gobiernos González, Aznar simplemente les concedió el cum lauden. Una casta doctorada en el soborno y el chantaje de quienes, debiendo defender y regular, prefirieron celebrar nupcias de estado, si yo triunfo, tú ganas, si yo me hundo, tú desapareces.
Las instituciones son nuestro bien más preciado, aquello que nos debe definir como sociedad, personas que asumen un pasado un común y trabajan por un futuro mejor. Sólo ellas pueden ser capaces de poner orden en este caos de la decepción y la rendición. Pero no podrán hacerlo sin nuestra ayuda y decisión. Presionando, exigiendo de forma constante, reclamando día a día, manifestando nuestra decisión y repugnancia hacia quienes se creyeron con derecho a decidir sin nosotros, más allá del bien y del mal y, sobre todo, más allá de las instituciones que juraron respetar.
Necesitamos nuevos partidos que alejen el fantasma de la partidocracia, las castas endogámicas, las listas cerradas, amiguismos y clientelismos. Necesitamos una nueva conciencia social que no se deje comprar por las promesas del bienestar. Necesitamos personas que apoyen esos espontáneos movimientos indignados y los conviertan en corrientes refundadoras, nunca reformistas, estados de opinión y, en definitiva, nuevas vías de hacer y entender la política. Necesitamos desembarazarnos del miedo al mañana, chantaje cotidiano de quienes todavía deciden.
El fracaso no admite retornos, menos aún enseñanzas, nunca reformas. El fracaso es la acumulación de errores no asumidos, la ausencia total de inteligencia, la carencia de voluntad para aprender. Este país no ha fracasado, solamente se ha errado, pero el error es el camino hacia el éxito, siempre que lo asumamos, aprendamos y no consintamos en admitir ni un minuto más a quienes pudiendo decidir bien, prefirieron hacerlo mal.