El fútbolDicho sea desde el punto de vista más tradicional, cabe afirmar que de todas las firmes pasiones que habitan el recio corazón de un varón español es probablemente la que siente por el fútbol la que con mayor dificultad puede transferir a la mujer que ama. Entre todas las incomprensiones que se cruzan cotidianamente entre los amantes de nuestro país es probablemente la que siente la mujer hacia el sentimiento futbolero de su compañero la más arraigada. Sea esta tal vez la razón que motive que en la tierra en la que más expertos en balompié alientan por metro cuadrado se hayan, sin embargo, producido tan pocos films sobre ese deporte, una tendencia que ha ido corrigiéndose un tanto los últimos años, cuando cada vez más féminas le han encontrado gusto a seguir las evoluciones de los modernos gladiadores del gol y el saque de esquina. Pero en la época dorada del cine, esa que hace décadas periclitó, muy pocos son los títulos que se produjeron en España. El mejor de ellos, para este burgomaestre desahuciado y caduco, lo dirigió el barcelonés Francisco Rovira-Beleta, y se titulaba “Once pares de botas” (1953) y lo recuerdo ahora porque en él prácticamente debutaba para la pantalla (en un papel relevante, al menos) un soberbio actor, también barcelonés, Josep Maria Angelat (Bartomeu Angelat i Escuder, Barcelona, 1921 – Formentera, Islas Baleares, 1992), a quien estoy viendo actualmente en la adaptación televisiva que escribió Hermógenes Sanz y que realizó Antonio Chic para TVE en 1976 de la novela de Dostoyevski, “El idiota”.El idiotaEn esta era atosigante de internet en la que la información viaja a velocidad mayor que los mismos hechos y en la que la repercusión de éstos suele a menudo atropellarlos y en muchos casos precederles, se da el extraño fenómeno de la constante convivencia entre el pasado remoto y el presente que huella el futuro. Así, por ejemplo, la encomiable iniciativa de RTVE de ofrecer al navegante de la red el acceso a su impresionante archivo nos permite hoy, con las más modernas tecnologías, acceder a grabaciones realizadas en los años sesenta y setenta, y disfrutar de ellas con el gastado entusiasmo del presente y la melancólica nostalgia del pasado, pero disfrutar al fin. Así las cosas, este burgomaestre anda ahora revisando las andanzas del príncipe Myshkin (interpretado por un excelso Emilio Gutiérrez Caba, verdaderamente impresionante), el protagonista de la famosa novela de Fiodor Dostoyevski, a la que, con su apelativo más habitual, da título. Se emparenta la trama de “El idiota” con toda una tradición de ficciones cuyo mecanismo consiste en incrustar a un personaje anómalo (por inocente, por puro, por decisivo, por inspirador, por fundamental) en un retazo de la sociedad del autor y de su público, con la finalidad de que su intervención actúe sobre (y modifique a) los miembros de esa sociedad que han sido previamente seleccionados para encarnar los miedos, inseguridades, mezquindades, artificiosidades, impurezas, degeneraciones, cobardías, perversiones, vanidades, petulancias, pomposidades, desviaciones, deslizamientos o bajezas en general en que hayan incurrido y se hallen instalados. Es irrelevante que el elemento invasivo y renovador adquiera el aspecto de un inocente idiota, un ángel, un diablo, La Muerte, Jesucristo, un mendigo rescatado de las aguas, un mudo vagabundo, un jinete solitario, o un ser llegado del espacio exterior. El caso es que este tipo de argumento contiene la sustancia de redención que el público adora y que le permite soñar, si no con la intervención de un milagroso y misterioso mesías, sí al menos con la idea de que haber visto la película ya constituye salvación suficiente para sus pequeñas miserias cotidianas.José María AngelatEn una de las primeras escenas de “El idiota”, el príncipe Myshkin es recibido por el general Yepanchin, el marido de una tía del príncipe a quien éste acude en demanda de auxilio, pues se halla solo en el mundo y sin medios de subsistencia. Y es cuando abre la boca el general Yepanchin cuando el espectador reconoce la inconfundible voz de José María Angelat, el prodigioso actor que con sólo 11 años debutó en la radio, precisamente en Radio Barcelona, en 1932, y que no dejó de actuar (tanto en la propia radio, el cine, el doblaje, la televisión y el teatro) hasta su muerte, acaecida sesenta años más tarde.En “Once pares de botas”, era Angelat “Enrique”, el compañero gracioso y comilón del protagonista, Ignacio Ariza (José Suárez, un antiguo revisor de tren descubierto para el cine que estaba llamado a protagonizar una de las mejores películas de la filmografía española, “Calle Mayor”). Tenía entonces Angelat el aspecto de un actor secundario hollywoodiense, uno de esos actores que cumplían con la sagrada función de, con su presencia, dar sentido, consistencia, realce y relieve al protagonista. Para entonces, José María Angelat había consolidado una espléndida carrera en la radio, que le había permitido pasar en 1952 de Radio Barcelona a Radio Nacional, donde popularizó el personaje del Pitoniso Pito y donde se incorporó al cuadro de actores del mítico espacio “Teatro invisible”. Desde 1949, además, había iniciado su andadura en el terreno del doblaje, prestando su voz a estrellas del calibre de Groucho Marx, Edward G. Robinson, Charles Laughton, Ernest Borgnine o Fred Astaire, llegando a ser posteriormente, para el espectador español, la única voz posible para Louis de Funés o Marty Feldman. Su categoría como actor de doblaje le permitió dirigir los estudios Parlo Films en los que trabajaba, fundar el sindicato de dobladores ASADE y en 1979, asociado a otros grandes de este campo artístico, tales como Felipe Peña y el recientemente fallecido Joaquín Díaz, conseguir para la profesión la institución de un canon que dignificara su estipendio. Es en los años ochenta cuando a José María Angelat le corresponde recibir los reconocimientos a que su ejecutoria profesional le ha hecho acreedor y es distinguido con galardones de ámbito nacional, como el homenaje que le ofrece la familia radiofónica española en 1982, con ocasión de su quincuagésimo aniversario de ejercicio en el medio, o como la concesión del “Atril de Oro” de 1985, primer año de celebración de este certamen del mundo del doblaje. Padre e hijaLa más respetable de las idolatrías es la que profesan las hijas por sus padres y el más tierno de los afectos es el que sienten los padres por sus hijas. Sirva este aserto gratuito para introducir que fue en el año del estreno de “Once pares de botas”, 1953, cuando nació la hija de José María Angelat, Marta, quien seguiría los pasos profesionales de su padre desde su infancia, pues debutaría en el cine con sólo siete años, en el film “Siega verde”, que dirigió Rafael Gil. Muy pronto, Marta Angelat se incorpora a las tareas de actriz de doblaje y al medio televisivo. Tan sólo tiene veintitrés años cuando coincide con su padre en el reparto de la telenovela “El idiota”, dando vida en ella a la protagonista femenina, Natasha Filipovna, una hermosa y fascinante mujer mantenida por hombres muy vulgares, quien halla en la pureza del príncipe Myshkin un perturbador y desconocido motivo de atracción.
Examinando sucintamente la notabilísima carrera profesional de Marta Angelat resulta evidente que heredó de su padre el talento para la interpretación, destacando especialmente en el terreno del doblaje, campo en el que se ha ganado una posición preponderante, siendo la voz ineludible de grandes actrices como Emma Thompson, Angelica Huston o Geena Davis. Es fácil colegir que Marta Angelat emplea con precisión la herramienta de su voz con la misma naturalidad con la que otros lidiamos con herencias (genéticas o vivenciales) menos productivas. Y pienso ahora que en verdad es esta una causa mayor que determina los destinos de las personas, que si hay quien ha recibido de su padre un puñado de frases hechas como herencia, o una propiedad en el término municipal de Albalate del Arzobispo, hay quien ha recibido el legado paterno de crecer en el temor a sus semejantes y quien, por el contrario, el inapreciable tesoro de hacerse a la vida sabiendo que lo único importante de ella es saber amar.