El lenguaje es un código, y en principio nada
más que esto. Llevamos tanto tiempo con este código que ahora que empieza a
desaparecer en un proceso del que es imposible saber cuánto se alargará, me
siento algo desorientado. Porque acaso con los siglos el lenguaje, más allá de
una riquísima y vasta combinación de signos (“u” / “h”/ “g”/ etc.), es algo
más. Contiene y multiplica tal variedad de sensaciones, símbolos, designaciones
y pensamientos abstractos, complejos, que superan el código que fue en un
inicio. ¿No fue inventado el lenguaje para ordenar y dejar fe las transacciones
de mercaderes de la antigua Mesopotamia? No lo sé, no me acuerdo bien. Da
igual, con el tiempo, las distintas lenguas se han convertido en entes en sí
mismas, multiplicadas, enrevesadas y actualizadas por miles de servidores
orgánicos, los cabezotas de los humanos. Pero ahora, en plena era digital, se
prefiere la inmediatez visual del icono. ¿Sobrevivirá el lenguaje oral? Imagino
el código empobrecido:
(—Oye, pásame aquello.
—¿Esto?
—No, lo otro.
—¡Ah! La cosa esa.)
Una tendencia que viene de años atrás. Los
sistemas operativos de los ordenadores cada vez lo prefieren así y lo potencian.
La
era Android apartará a ese
antiquísimo código, el lenguaje. ¿Le pasará como al libro de papel, que quedará
como algo secundario, para casos muy especiales? Aunque, bien pensado, con
iconos, ¿cómo se podrá expresar algo tan volátil y nubloso como es la
m.e.l.a.n.c.o.l.í.a? Algo se va a perder por el camino. Espero que nadie garabatee algo así en mi ataúd:
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El futuro del lenguaje