A quemarropa (Point Blank)
Director: John Boorman
1967
Estados Unidos
92 min.
Fotografía: Philip Lathrop
Música: Johnny Mandel
Guión: Alexander Jacobs, David Newhouse, Rafe Newhouse según la novella de Donald E. Westlake bajo seudónimo de Richard Stark, The hunter (1962)
Reparto: Lee Marvin, Angie Dickinson, Keenan Wynn, John Vernon, Carroll O’Connor, Lloyd Bochner, Michael Strong, Sharon Acker, James B. Sikking
Cambio de estación y cambio de cabecera por una definitivamente veraniega (y muy francesa), que viene obligatoriamente acompañado de un comentario sobre la película a despedir, en este caso la hiperestilosa A quemarropa. Título capital para el nuevo thriller mundial de los sesenta que incorporaba un tono desenfadadamente avant-garde a los patrones clásicos del género desde ese año cero de 1967, el momento en el que cambió todo al producirse la alineación estelar de El silencio de un hombre de Jean-Pierre Melville, Koroshi no rakuin (Branded to kill ) de Seijun Suzuki y esta Point Blank de John Boorman.
Trabajos que, desde parámetros y experiencias distintas (Melville alcanzaba la sublimación de su estilo, Suzuki se lanzaba por la pendiente del suicidio y Boorman llegaba nuevo y rompiéndolo todo) terminaban por desembarcar en un mismo lugar: el de la abstracción. Recogiendo unas reglas y unos cánones asumidos y reconocibles para el público desde los que alcanzar un lugar superior de reflexión cinematográfica que viaja desde el cliché hasta al esencia.
Boorman llega desde Inglaterra con poca experiencia y toneladas de descaro arrogante. Era más listo y, como todos los directores primerizos, estaba dispuesto a demostrarlo, incluso a exhibirlo, porque A quemarropa tiene un “algo” de ostentación formal.
Había ejercido de productor y director en multitud de series y firmado un film pop al servicio de los Dave Clark Five titulado Catch Us If You Can (o Having a Wild Weekend, según) y que se adhería a los parámetros diseñados por Richard Lester en sus filmes con/para The Beatles a los que se añadían los ecos del free cinema en versión nonsense popero que este director había practicado en la ya mítica El Knack… y como conseguirlo, también en el 65. Es decir, venía armado de vanguardismo, sentido de humor travieso y un molde nuevo que tomaba el montaje, el sonido, la sincronía y el encuadre como un puzzle.
Como sobre esta película se ha escrito mucho y bien ( kleph.com 24/04/08 ,Film Expression 22/04/09, El gabinete del Dr. Zito 06/10/09 )y yo no me creo tan listo reduciré este artículo a un tridente ofensivo de características esenciales:
Contra el género, contra el personaje:
Adaptando una novela de Richard Stark (es decir Donald E. Westlake) de 1962, originalmente titulada The Hunter y que presentaba al luego recurrente personaje de Parker, seco profesional de otros tiempos traicionado por su mejor amigo y lanzado al cobro de una deuda tan real y como metafórica. Material hard boiled sin complicaciones que tenía la originalidad de simplificar los caracteres y apurar la rudeza de una manera un tanto novedosa, aunque definitivamente pulp. Boorman da el siguiente paso convirtiendo al Parker original (ahora Walker, literalmente “caminante” y caminando arriba y abajo se pasa la película) en pura abstracción tipológica (en un instante sensacional durante el asalto al ático de Reese, Walker no aparece más que siendo una mano armada que apunta). Encarnado en el laconismo terminal y el underplaying carismático de un insuperable Lee Marvin, el personaje pierde prácticamente su condición de tal para erigirse en icono que no actúa sino que posa en el encuadre o lo absorbe por completo -no es ajeno a esta característica, a este poderoso influjo la muy representativa, creativa y reproducible imaginería que tuvo el film en su día y que ha perdurado hasta hoy como un molde reconocible y extrapolable. Convirtiéndose A quemarropa en un objeto identificable en cualquier contexto, por una imagen, por una pose-.
Walker es más un artefacto pop que un sujeto dramático, es un constructo perfecto de las ideas del espectador (de la ficción) sobre un personaje de sus características: es frío e impasible, calculador, implacable, insuperable en el cuerpo a cuerpo, seductor, invencible, imparable, más listo que ninguno y totalmente despiadado. Marvin no necesita interpretar, su presencia abrumadora lo hace todo, su manera de moverse y de dominar el plano se sobran. Pasa del estatismo total al movimiento frenético; acción y pausa en periodos cíclicos (asombra la perfecta combinación de ambos en el asalto a la casa de su esposa). De igual manera la trama es prácticamente un hilo y el resto de los personajes figuras reconocibles a la primera por el público ya que responden a otros tantos arquetipos genéricos. No hay drama en A quemarropa, lo que hay es la tensión y la violencia consustanciales al noir, un género que lleva la emoción de serie.
Boorman empuja la historia hasta un borde en el que se encuentra con una cierta idea de la comedia del absurdo y todo está sobrevolado por un humor esquinado y perplejo.
Además la disposición circular de la historia -comienza y acaba en Alcatraz con Walker emergiendo de las sombras y volviendo a desaparecer en ellas en un detalle que unido a ciertas insinuaciones; en un momento Angie Dickinson en vista de su monomanía le dice: “-¿Tú moriste en Alcatraz, verdad?”- le otorga a la cinta una lejana vibración fantastique, potenciada por el extraño tono onírico del montaje y las repeticiones tanto formales como argumentales: al principio es manipulado y traicionado por alguien en quien confía y al final resulta haber estado nuevamente manipulado por alguien en quien confiaba, en esta caso el aparentemente todopoderoso personaje de Yost al que interpreta el estupendo Keenan Wynn.
Claro que finalmente Walker ha aprendido sobre la inutilidad de su misión, que ni tiene fin, ni puede cumplirse, y no se dejará atrapar dos veces. El gangster existencialista se desvanece en la sombra.
En otro rasgo subterráneamente irónico Walker no matará en toda la película por su propia mano a ninguno de los hombres a los que persigue (ni siquiera a Reese, que se cae desde su ático accidentalmente) aunque será el elemento imprescindible que provoque el final de todos, es un anticipo de la muerte pero no la muerte misma. Siendo materialmente imparable no consigue nunca su objetivo, la caza será estéril, un chiste cruel.
El fin de la forma conocida:
Si la historia está reducida a su mínima expresión y el género es una gota que queda al pasar la tradición por un alambique es por la necesidad de mantener esa potencia concentrada que permita destruir el film formalmente manteniendo una reminiscencia constante necesaria para que el espectador identifique(mos) fácilmente unos elementos/fuerza que se mantienen en su forma más prístina. A partir de aquí John Boorman se entrega a una deconstrucción del lenguaje que tiene su principal baluarte en un montaje asincrónico que altera/alterna imágenes y sonidos, introduciendo unas escenas en otras, anticipando acciones, mostrando momentos en paralelo o bombardeando con otros ya sucedidos -sin duda la secuencia cumbre en este sentido hay que buscarla en la famosa aparición de Walker por un corredor con sus pasaos reproducidos a un volumen atronador mientras se nos muestra primero a su esposa en el apartamento hacia el que se dirige y luego ya momentos anteriores de ambos mezclados, seguidos de un asalto que será posteriormente repetido mediante ralenties que no reflejan lo que pasó realmente sino una idea estilizada de la misma secuencia vista antes-.
Sin duda es el sonido el elemento más rompedor de una película que ya se abre con un tiroteo que va con adelanto con respecto a la imagen y que termina por provocar la sensación de que cada escena contiene el avance de una futura y el recuerdo de otra anterior. Esta impresión se ve reforzada por el efecto de repetición que preside toda la película, el empleo masivo del flashback como arma aturdidora y motor de creación de un universo cerrado y autorreferente (a esto se suma esa estructura circular ya mencionada) que hace rebotar unas escenas en/contra otras terminando un diálogo del pasado en el presente y viceversa.
Pero si la sonorización resulta extremadamente llamativa (hay que imaginarse como resultó sobre los espectadores de 1967) su estilo visual no es menos elaborado en su modo de llevar al máximo la estilización. Toda la cinta está dominada por los reflejos (soberbio el contrapicado sobre un espejo roto en el suelo que enmarca a Marvin y a Angie Dickinson), por las proyecciones (literales: durante la pelea en el club rostos agrandados y luces estoboscópicas ocupan el fondo o el rostro de los actores o metafóricas: Walker y el hitman contratado para matarle y al que tampoco pagan) y las rupturas logradas mediante líneas rectas que, o bien rompen el plano (Walker vigilando a Carter desde un aparcamiento) o bien lo enmarcan en un muy inteligente manejo de los paisajes urbanos y las arquitecturas civiles (la maravillosa localización en el desagüe abandonado o los modernos edificios de apartamentos, por no citar incluso el perfecto corte de unos impecables trajes que tienen mucha más importancia que la meramente cool).
A esto se una planificación que no ahorra juegos de perspectiva con una panavisión explotada a conciencia, angulaciones chillonas, desencuadres, o planos cortados que hacen desaparecer los rostros dejando solo cuerpos (Reese quitándole el vestido a Chris) o manos y que o bien hace uso de un estatismo absoluto que lo fía todo a la gélida composición (Chris golpeando a un impertérrito Walker, el atentado que acaba con la muerte de Carter) o pone un marcha un frenesí arrollador (el asalto a la oficina de Carter) en el que el movimiento de la cámara no es tan importante como la precisión en el montaje.
Un código subliminal:
Por si en A quemarropa no hubiese ya suficientes cosas a la vista Boorman parece entretenerse en lo que constituye un verdadero alarde de planificación subliminal en la que dos elementos (tres en realidad, ya que los reflejos, los espejos podrían incluirse si problemas en esta categoría) tienen importancia capital: el agua y el color.
Pero hay más. El sexo es otro, lo mismo en su cruel variante utilitarista (Crhris como llave para llegar a Reese) cmo en un aspecto más sutil en esa relación a tres bandas que se insinúa con un armónico intercambio de gafas de sol durante uno de los muchos flashbacks. Y también por otra vía simultaneamente sibólica y crudamente directa en la abrupta culminación de la entrada en el apartamento de Lynne, que podría interpretarse como un polvo frenético: la cama salvajemente desecha, la pistola descargada, la frustración de la fugacidad y la imagen, nada gratuita, de Marvin sentado con las piernas separadas balanceando su revolver vacío . Y por supuesto sin despreciar el componente subterráneamente homoerótico que siempre parece brotar en estas historias de criminales con código traicionados por fieles amigos.
Pero bueno, vuelta ya a los dos elementos principales mencionados arriba: el más curioso de los dos es el agua, asociada a las transacciones (¿a los negocios?) y presente siempre durante los intercambios. El supuesto pago que Carter le va a dar finalmente tendrá lugar en esa canalización mencionada ya por la que corre un riachuelo al que irá parar el dinero falso y la posterior negociación que nos llevará al clímax se realizará en un lujoso chalet presidido por una espectacular piscina contra la que, y en primer plano, Walker intercambiará una identificación y un casquillo con Yost a cambio de información sobre su siguiente objetivo.
La otra es el uso del color, uno de los elementos estéticos y conceptuales más interesantes de la película y que afecta tanto al espacio en el que se desarrolla como al propio Walker. En un elemento que Jim Jarmusch recogió con singular acierto en al magnífica Los límites del control (un film especialísimo en el que en neoyorkino rehace a partes iguales este film y el Branded to kill de Suzuki, empleados ya con anterioridad en la superior Ghost Dog) Lee Marvin cambiará de traje con cada nuevo paso de su misión y cada uno de ellos será de un color distinto, avanzando del frío gris perla del pricipio al cálido salmón con el que cierra el film, dejando por el medio el azul, el negro, el verde o el mostaza.
En este fantástico artículo se apunta con mucha intuición a la cualidad camaleónica del personaje que hace que su vestuario responda a su entorno (es cierto que el cromatismo de los fondos va también en este sentido y que muchos de los personajes están asociados a un color, por ejemplo Carter al verde y Chris al amarillo), y complementariamente el propio Boorman apuntaba a la voluntad de humanizar al personaje por el método de hacerlo más cálido a través de su vestuario. El film desborda luminosidad y colores brillantes, una acabado que contradice visualmente la negrura de lo que se cuenta y del estilizadamente despiadado mundo en el que se ambienta como queriendo mostrar que tras lo vistoso se agazapa la podredumbre.
Esta utilización sensorial de las relaciones entre los colores y su valor emocional que referencia las teorías de Kandinsky subrayando la búsqueda de la emoción oculta tras un film que como muy pocos a conseguido rimar los cerebral con lo visceral, logrando desde una propuesta de formalismo (aunque casi habría que decir informalismo dada la raíz abstracta del film) radical una experiencia como espectador infartante.