Es muy difícil resumir todas las cualidades que reúne esta cinta inolvidable de Visconti, pero hay rasgos de una sensibilidad estética que resultan siempre desconcertantes, no importa las veces que se haya disfrutado de ella. Por ejemplo, los monólogos nostálgicos del viejo Fabrizio (respetados, en esencia, del texto de Lampedusa). Un hombre que "ha perdido por completo las ilusiones", incapaz de sobreponerse a la decadencia que profetiza, pero que encierran una visión lúcida y acertada de la complejidad de la Historia, de la existencia y de las pasiones que se agotan. Y también del alma de los sicilianos, un pueblo "acabado, deshecho, aburrido... que vive en un prolongado sueño y odiará a todo aquel que le despierte"...
El sentido de la estética de Visconti es abrumador. El preciosismo en todos y cada uno de los detalles con los que intenta recuperar una época se deja ver en la recreación de los diferentes ambientes, en las mesas suntuosas, en las laberínticas y desérticas habitaciones donde los jóvenes protagonistas se hacen el amor a hurtadillas, entre el polvo y las telarañas. Por no hablar del que despliega a través de su fino sentido del humor, como la relación que Fabrizio mantiene con su esposa o el retrato avieso, cercano a la caricatura, que se hace del avaro Don Caloggero, padre de Angélica.
Hay muchas secuencias memorables, pero quizás la más impactante es aquella en la que observamos un travelling que registra los inmóviles 'rostros de mármol' de la familia Salina, sentados para escuchar misa a su llegada a la iglesia de Donnafugata. Todos ellos están cubiertos por el polvo que han ido cogiendo a lo largo del viaje que les ha llevado hasta el pueblo, pero su imagen parece haberse detenido para siempre en una actitud como de estatua, inmortal, pero sin vida. Son los hijos de otros tiempos y el relieve humano que componen, un presagio y, al mismo tiempo, una mirada nostálgica hacia su pasado.
"Oh, estrella, fiel estrella". Lancaster, doblándose a sí mismo en italiano, en el inigualable final de la película:
LA DECADENCIA CON ENVOLTORIOLos males de la aristocracia en tiempos de guerra siempre fueron buenos compañeros de la literatura desde que Tolstói firmara en Guerra y paz, todavía en el siglo XIX, su panegírico sobre el sufrimiento de las grandes familias al desintegrarse conforme avanza una revolución. Grandes en bienes, en abolengo, en vástagos, en batallas vividas, en escudos de armas, y en pensamiento ilustrado. Porque nadie puede expresarse mejor ni generar mejores y sesudos diálogos, cuando el mundo se desmorona, que aquellos que recibieron la educación exquisita, necesaria para ello. Por eso un siglo después, la extensa y complicada novela El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa se convirtió en un caramelo para su adaptación al cine. Y fue Luchino Visconti quien se lo llevó a las manos con tres horas de desencanto y un reparto tribilingüe que convirtieron esta obra cinematográfica en la más importantes de la historia del cine.
Puede parecer que haya poco que cuestionar en una visión tan absolutamente policromada y preciosista de las consecuencias que para una familia noble siciliana tuvo la revolución piamontesa que encabezó Garibaldi y que finalizó con la unificación de Italia. Pero sí que lo hay. Aunque Burt Lancaster devore con pasión su encarnación del Príncipe Fabrizio de Salina, su mimetización con ese leopardo jaspeado de su bandera, nunca nos bastó con su delirio depresivo, con la ruptura de sus valores de alta cuna, para que la película nos llegara al corazón. Siempre pensamos, desde esos rezos iniciales recubiertos de oro y bordados palaciegos, que El Gatopardo era para mirarla desde fuera, en frío, sin sentimientos, simplemente para dejarse llevar por la maravillosa y tramposa partitura de Nino Rota, aunque no consiguiéramos sentir, en ningún momento, ni la más mínima empatía con esa decadencia bien envuelta, de atusados remilgos, que obliga a una familia a desplazarse de un gran palacio a otro aún mayor en el pequeño pueblo siciliano de Donnafugata. En esa década del cine, con superproducciones descabalgadas haciendo las delicias del gran público, no es de extrañar que Visconti quisiera navegar por cuantos fines visuales se propusiera. Por eso es inmejorable la dirección artística y la fotografía. Por eso nuestros ojos terminan maravillados de los inmensos interiores y exteriores que retrata. Y también por eso no podemos entender que esa sea al final la única impresión de belleza, la del papel de regalo. Tras rasgarlo con cuidado, tras abandonar la sugestión de la música y los grandes planos, lo profundo sobrepasa la tristeza de Lancaster para reposar en ese romance naif, glucoso y extrañamente interpretado por Alain Delon y Claudia Cardinale, ambos ñoños, desganados, parapetados en muecas de cine mudo pero bellos y espectaculares como cada mota de polvo que sale de la película. Visconti presumió siempre de todo ello. De la niña bonita que supuso este gato brillante y cuidado en el detalle de su textura. Sin embargo, y si le entendemos cronológicamente creemos que fue en Rocco y sus hermanos, tres años antes, cuando el gran cineasta italiano supo hacer heridas al espectador y plasmar sus verdaderas inquietudes políticas. Incluso rescatando para el cine, años después, la maravillosa novela de Thoman Mann Muerte en Venecia, le salió mejor esa tristeza filosófica de clase alta, con esa arrebatadora, entonces sí, decadencia del compositor Gustav von Aschenbach. En el caso del filme que nos ocupa, y por estos motivos, siempre hemos preferido quedarnos con un único momento: con el Príncipe de Salina y su numerosa familia convertidos en estatuas de sal, en esa imborrable escena en que un travelling nos los muestra a todos estáticos y llenos de polvo, escuchando misa, anclados en un tiempo que se acaba. Solamente ahí percibimos un ligero mensaje irónico y hasta socarrón de su cineasta.
Pero como decíamos, al final, El Gatopardo no es más que la exaltación de la sabiduría de los ricos, de sus reflexiones sobre una religión y unos valores pasados de moda hasta para ellos mismos. Quizás se nos confunda la visión del cine con la demagogia política. Pero en tiempos difíciles, en lo más crudo de la cruda guerra, cuando una revolución visceral obligó a las mujeres italianas a cortar la soga de sus maridos mientras se cubrían de negro la cabeza, resulta hasta tristemente transgresor la tristeza del Príncipe de Salina por no encontrar su propia serenidad. Y salvo la mencionada, no hay rastro de crítica clasista, sino la mera exposición de un cuadro bello y figurativo, susceptible, únicamente, de mirar. Nos quedamos así con la postración final del príncipe ante las estrellas, su búsqueda de su serenidad tras la portentosa y extensa escena del baile, como una forma de redimirse y pedir perdón, de darse cuenta de algo para lo que ya es demasiado tarde.
Un conjunto de escenas de la película, al ritmo del Vals del Gatopardo de Giuseppe Infantino: