Revista Cultura y Ocio

El Gatopardo, Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Publicado el 19 octubre 2009 por Unlibroabierto

Considerada por muchos, con justicia, como una de las cumbres literarias del S.XX, El Gatopardo es una obra de una belleza rara, inusitada. Desde que fuera publicada póstumamente en el año 1958 por la editorial de Giangiacomo Feltrinelli, la novela ha planteado a sus lectores, generación tras generación, el enigma de su encanto. ¿En qué consiste su belleza? No es fácil decirlo. Podríamos intentar explicarla enumerando algunas de sus principales cualidades: la excelencia de su prosa, su gran poder de evocación o la habilidad para recrear en el plano ficticio unas determinadas circunstancias históricas; sin embargo, estas justificaciones, que bien pueden darnos ciertamente una idea fundada de los méritos del libro y de su intrínseca calidad literaria, no nos permitirán sin embargo penetrar más profundamente en este secreto último, tan bien guardado, que eleva El Gatopardo hasta la condición de obra maestra.

Quizá, quien mejor haya acertado a retratar esta ilusión de belleza que nos sobrecoge cuando leemos El Gatopardo, sea Mario Vargas Llosa, quien comprendió que si la novela nos llena de tal desconcierto, es porque nos «enfrenta al misterio de la genialidad artística». En efecto, resulta notable que su autor, Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, escribiera una sola novela en toda su vida, la que ahora nos ocupa, que empezó además a redactar llegado casi a los sesenta años. El resto de su producción destaca por su exigüidad: un puñado de cuentos, una copiosa correspondencia, y algunas notas que tomó sobre literatura inglesa y sobre Stendhal para impartir una serie de conferencias a un grupo de amigos. Ciertamente, puede objetarse que, como dijo Bassani, El Gatopardo es la obra de toda una vida, un texto que ha debido sin duda gestarse año tras año, vivencia tras vivencia, y que solo ha podido surgir a la luz cuando su forma ha sido lo suficientemente perfecta, lo suficientemente acabada. Todo esto está muy bien, pero el hecho no puede dejar de parecernos insólito: de repente, un día, hacia 1954, el príncipe Giuseppe Tomasi Di Lampedusa (1896-1957), último miembro de una vieja familia de la aristocracia de Palermo, hombre de vastísima cultura por otra parte, decide comenzar a escribir, y en tres años, poco más o menos, compone la que será una de las obras maestras del S.XX, que concluirá poco antes de su muerte, en el 1957. Ante esta absoluta incógnita de la genialidad, Vargas Llosa se interroga vehementemente, sin encontrar respuesta: «pero ¿cómo, cómo fue posible?».

Tampoco encontramos en su vida nada que nos haga sospechar cuál pueda ser el germen que operara este milagro del arte: hombre taciturno y reservado, su existencia transcurrió sobre las pautas de una rutina casi invariable, en la más absoluta monotonía. Pocos acontecimientos alterarían, desde finales de la primera Guerra Mundial, este orden establecido. Tomasi di Lampedusa no pareció nunca dispuesto a vivir con gran intensidad ningún suceso; de los testimonios que de él nos han llegado y de sus propios textos, podemos deducir más bien una actitud escéptica frente al mundo, que le llevó a mantenerse siempre a cierta distancia de él. De esta peculiar postura deriva su no menos singular relación con la literatura, y la dificultad que plantea caracterizar dicha relación. Existen por lo general dos clases de escritores: aquellos a quienes la vida, pletórica, los traspasa hasta llegar al papel, y en los cuales la escritura es la manifestación más inmediata de su capacidad para vivir, y aquellos otros que aprenden a vivir a través de sus textos, y en quienes el acto de creación tiene algo de re-creación y al mismo tiempo de evasión. Dentro del primer grupo encontramos, entre muchos otros, a Hemingway, Neruda o André Malraux; en el segundo tenemos a Balzac, Hesse o, de modo más tangencial, a Marcel Proust. Tomasi di Lampedusa no pertenece a ninguno de los dos. Su capacidad para asombrarse ante el mundo, hacia el cual sentía probablemente cierta aprensión, fue más bien escasa; pero hombre de una sola novela por otro lado, escrita además en el crepúsculo de su vida, resulta inverosímil decir que vivió a través de la escritura. ¿Cuál fue entonces la relación de Tomasi di Lampedusa con su obra, y, yendo más allá, su actitud frente al mundo? Una vez más, Vargas Llosa nos da la respuesta: este viejo «aristócrata que no sabía vivir en el mundo que le tocó sabía, en cambio, soñar con fuerza sobrehumana». El Gatopardo es el apogeo de este sueño, su apoteosis.

Algo de onírico, desde luego, impregna toda su prosa. En El Gatopardo, a pesar de la intensidad con que Tomasi di Lampedusa consigue evocar las texturas del paisaje siciliano, con una maestría pocas veces igualada, estos paisajes tienen siempre algo de soñado, de ilusorio. Ya el mismo eje principal del libro, sin ir más lejos, nos remite al ensueño: el retrato de una aristocracia en decadencia obstinada en ampararse en su espectro de opulencia y fausto, que no puede, sin embargo, esconder el inexorable fracaso histórico de su casta.

El príncipe Fabrizio Corbera, de la casa de los Salina, principal protagonista del libro, presenciará imperturbable, escéptico incluso, el derrumbe de este mundo que conocía, destinado desde hacía tiempo a desaparecer, aunque sea, como rápidamente se observará, para dejar paso a otro igual. En el marco de la guerra de Unificación Italiana, con el desembarco de Garibaldi en Sicilia (1860), presenciamos, a través de los ojos del príncipe, el punto de inflexión histórica determinado por la caída de la antigua aristocracia y el ascenso, con el énfasis republicano, de la burguesía, representada por el alcalde de Donnafugata, Calogero Sedàra.

Pero el sueño de Giuseppe Tomasi di Lampedusa es un sueño inmóvil, estático, que esconde de hecho toda una concepción de la historia: «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie», sentenciará Tancredi, sobrino del príncipe de Salina, antes de unirse a las tropas de Garibaldi. En efecto, los Sedàra vendrán a ocupar el lugar de los Salina, pero todo permanecerá igual, nada esencial cambiará con ello, exceptuando quizá el hecho de que la elegancia y magnificencia de la vieja estirpe será sustituida por la vulgaridad de la nueva clase: «Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos… Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra». Salvadas las superficiales polémicas ideológicas que El Gatopardo suscitó en su aparición, vemos en esta aseveración la exposición de cierto sistema de pensamiento, de una concepción del mundo esencialmente pesimista, y la radical desconfianza frente a cualquier clase de progreso.

A ello se debe que a lo largo del libro no pase en verdad gran cosa. Los sucesos históricos, los grandes cambios, se sitúan fuera del marco de la novela: lo que al autor realmente le interesa presentar en ella es el fresco de una sociedad determinada que pueda ilustrar su propia noción de historia. Por este motivo, El Gatopardo abunda en texturas, en aromas, en ilusiones y espectros de vida, que no dejan, con todo, de ser ensueño; y en este sentido, el autor se asegurará de ponernos sobre aviso por lo que respecta a este trasfondo onírico que subyace a la sensualidad de su prosa: «El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiarán siempre a quien los quiera despertar, aunque sea para ofrecerles los más hermosos regalos. […] Todas las manifestaciones sicilianas son manifestaciones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, los tiros y las cuchilladas, deseo de muerte; deseo de inmovilidad voluptuosa, es decir, también de muerte, nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera y de canela». Ni que decir tiene que esta aserción del príncipe Fabrizio es suma y compendio en realidad de la concepción que el mismo autor tenía de su propia época.

Pero a pesar de no suceder en el libro gran cosa, Giuseppe Tomasi Di Lampedusa logra despertar en sus páginas todo el dramatismo y la tensión de los acontecimientos históricos que se dejan oír de fondo. ¿Cómo lo consigue? Pues mediante el sutil y magistral contraste, tan elegantemente obtenido, entre la viveza de las texturas de los paisajes sicilianos, el vertiginoso movimiento de desplome del mundo personificado por la vieja aristocracia (a la cual pertenecen, recordémoslo, no solo el protagonista, sino también el autor del libro) y entre la eterna permanencia del ensueño, que confiere finalmente a todo lo demás esa inefable cualidad de lo irreal.

El príncipe Fabrizio, el Gatopardo, encarna en cierta medida la consciencia trágica de nuestra época. Dejando de lado la posible motivación ideológica del libro, la mirada del príncipe de Salina es la mirada del hombre contemporáneo que, ensombrecido por las atrocidades de la historia, ha aprendido a desconfiar de toda promesa de progreso, y que presiente desengañado cómo el fluir del tiempo acaba desembocando siempre, irrevocablemente, en lo mismo. Triste perspectiva esta, desde luego, pero por ello nos invita el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa a continuar soñando, junto a él mismo, el enigma del destino humano.



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