Revista Arte

El gesto temerario y bondadoso de la humanidad frente a la inapelable actuación desidiosa de los dioses.

Por Artepoesia
El gesto temerario y bondadoso de la humanidad frente a la inapelable actuación desidiosa de los dioses.
Es la metáfora eterna de la fragilidad de la vida humana en este mundo, es a la vez su representación en el Arte y su constatación en la propia historia del mundo: los alardes de la humanidad por querer vencer sus carencias serán contestados siempre con la inercia misteriosa de los dioses de prolongar o aumentar sus límites.  Cuando el sátiro Marsias encontrase la flauta que Atenea había dejado abandonada en el bosque, descubrió que tenía él la habilidad para tocarla muy bien. Así comienza la leyenda mitológica de Marsias y de su malogrado alarde. Aunque la personalidad mitológica de Marsias es la de un sátiro, es decir, la de un ser en principio despreciable por su animalidad y brutalidad más sensual, representaba sin embargo mejor que nadie aquellas debilidades humanas que ofrecían a la humanidad un sincero deseo de mejorar o de prosperar más que el de querer poseer así unas habilidades sobrehumanas. Al enfrentarse al dios Apolo en una competición musical, el más grande músico del Olimpo, cometería una barbaridad y una osadía imperdonable. Pero no fue tanto por la virtuosidad del dios cuanto por la ingenuidad de Marsias. El dios Apolo no podía permitirse perder, él era y representaba todo un símbolo universal del poder divino. Así que éste recurriría no solo a su capacidad musical sino también a sus engaños, taimados, cínicos o despreciables, frente a la simplicidad y falta de doblez de un ser honesto y decidido. En el año 1640 el pintor flamenco Jan van den Hoecke compuso su obra barroca El juicio de Midas. Hoecke era un fiel discípulo de Rubens, así que mirando su obra solo podremos descubrir ahora en el paisaje, por ejemplo, un rasgo singular de su pintura que le particularice frente al genial pintor que fuera su maestro. En este paisaje de su obra los colores vibrarán coordinados entre una reunión de gamas extraordinarias que representarán aquí a un octavo personaje...  Con ese fondo multicolor el pintor también nos quiere hacer ver ahora aquí una dialéctica. A la izquierda habrá más luz y transparencia, más claridad y belleza en sus reflejos. A la derecha hay más oscuridad o agreste conformación de tonos terrosos, ocultos, misteriosos o indefectibles. ¿Es que es así la realidad del universo? Frente a esa realidad la voluntariedad más humana; frente a esa realidad la insistencia más humana por querer alcanzar a dominar el mundo y conquistar su luz. 
Marsias sería comparado con Sócrates en El banquete del filósofo griego Platón. ¿Por qué se asemejaba Marsias a Sócrates? ¿Por su fealdad física o por su sabiduría espiritual? Tal vez, por ambas cosas. Apolo era el dios de la belleza y de la mejor capacidad interpretativa. No podía representarse una cosa sin la otra. ¿Cómo si no relacionar el equilibrio armonioso con la perfección estética de cualquier acción artística en el mundo? Sin embargo, en el advenimiento del mundo y del pensamiento socráticos, cuando Platón rompiese el esquema belleza-verdad y lo sustituyese por virtud-belleza, el mundo empezaría a vislumbrar la belleza no como un concepto físico sino como espiritual. Ahora, la sabiduría de la virtud era asimilable a la belleza y ésta sólo podría representarse en el ámbito de lo psíquico, de lo mental o de lo idealizable. Entonces aquellas formas visibles representadas de los dioses fueron cuestionadas para llegar a ser transformadas ahora en las invisibles formas que representaban el verdadero sentido virtuoso de lo supremo. Marsias representaba esto último. De la interpretación primitiva de haber sido un ser ambicioso o vil frente a la intocable voluntad de los dioses, se habría convertido luego en un ser inteligente por su firme voluntad serena e inconmovible. ¿Quién se atrevería a desafiar a un dios soberbio si no es porque creyese en sí mismo y en su propia capacidad? Aun así, la mitología no salvaría a Marsias: acabaría desollado y su piel colgada por Apolo en un monte griego ante las miradas cómplices de sus congéneres y amigos. Luego están las interpretaciones que desde Platón hasta la modernidad se habrían hecho de este mito. Lo que sí evidenciaba la leyenda, en cualquier caso, era la frágil humanidad representada ahora por el bueno de Marsias. Por otro lado, también la dualidad del mundo humano y de sus dioses. Y también después otra dualidad llevada ahora al ser humano mismo y a sus dos caras enfrentadas de la vida: la maldad o la bondad de sus acciones. 
Vemos representadas en esta obra barroca de Marsias y Apolo varios aspectos esenciales del mundo. Por un lado la osadía del ser humano y por otro lado las limitaciones de la naturaleza o de los dioses; por un lado la perfidia o maldad humana representada por Apolo y por otro lado la virtud o la bondad humanas representadas por Marsias. Pero, también hay otros personajes más en la obra. Aparecen a la izquierda las musas, aquí dos bellezas apolíneas que defienden siempre la voluntad decidida de Apolo. Y a la derecha otros cuatro personajes: Tmolo, un dios de la montaña, luego a su lado un consejero de éste, después Marsias y a su lado Midas. Este último fue el único que dudaría de la decisión de Apolo de ganar con engaños a Marsias. El dios le hace crecer por ello las orejas, parecidas ahora a las de un asno.  Pero es la figura de Tmolo, el dios de la montaña, el que verdaderamente representa aquí la realidad más humana con su actitud. Este personaje medita ahora lo suficiente como para entender él que enfrentarse al dios no es para nada algo inteligente. Aquí no hay virtud, hay raciocinio, que es distinto. En Midas, sin embargo, sí hay virtud, y por eso lo paga así, con ese rasgo humillante que Apolo le hace al crecer sus orejas. Vemos dos actitudes humanas, no divinas, ante el gesto desafiante del ingenuo Marsias. Es ahora la realidad de una humanidad dividida la que hace que aquella limitación divina ante la osadía del ser humano sea además ahora mucho más grande de lo que pueda ser. Porque los dioses siempre estarán ahí para sojuzgar los atrevimientos humanos en su avance civilizatorio. Los límites divinos marcarán siempre cualquier deseo humano de querer llegar a dominar un universo inabarcable. Pero los límites serán también condicionados por una parte de esa misma humanidad, ahora más interesada en querer primar su participación en ella que en querer beneficiarla. 
Marsias es, junto al mítico Prometeo, un epígono de la débil humanidad más auténtica. De hecho el personaje mitológico es interpretado a veces, como hiciera el mitólogo húngaro Kerényi, como aquella metáfora platónica donde la verdad oculta de las cosas o de los hombres saldrá a la luz con el despellejamiento de sus capas más exteriores. Hay que mirar adentro de los seres humanos para llegar a encontrar la verdadera razón de su sentido. Hay que mirar dentro del mundo para hallar la verdad de su función universal más misteriosa. No basta mirar para otro lado, no basta con asentir a la dominación divina de lo poderoso. Hay que buscar en el interior de las personas las razones para ser lo que ellas son y no otra cosa. Hay que hallar en la profundidad de las razones de la vida la verdad de lo que el universo es y no la que quisiéramos que fuese. Con la mitología griega podremos descubrir las cosas que la humanidad hace milenios ya se planteaba de las cosas del mundo. Y con el Arte barroco ahora, por ejemplo, podremos admirar además las recreaciones estéticas que una leyenda como esa pueda llegar a ofrecernos bellamente. En ellas tendremos ocasión de cuestionar la belleza desde la propia belleza, algo absolutamente extraordinario. ¿Cómo se puede hacer una cosa sin la otra, cómo se puede cuestionar la belleza sin la belleza? Esta es la realidad del Arte y de la sutil y ambigua belleza. Con Marsias la belleza adquiere otra dimensión distinta. La representación y el sentido estético de Apolo no la desmiente ahora en la obra de Hoecke, sin embargo, solo hace la belleza más evidente al representarla así, justo expresando con ella una simbología ahora muy distinta de lo que parece. La verdad no está en la representación física, ésta solo nos da referencias para no perdernos entre las oscuridades de su sentido más misterioso. La verdad no está en la belleza que vemos solamente..., que creemos ver, mejor dicho, solamente. Está en el contraste, está en la diferenciación que la propia belleza nos ofrece ahora distante y apremiadora. ¿Cómo buscarla sin llegar a saber distinguir una cosa de la otra? Ahí estará aquella belleza socrática que Marsias habría representado ya con su actitud tan decidida, entre brumas o tonalidades tan opuestas, de un querer hacer ahora frente a su contrario.
(Óleo El juicio de Midas, 1640, del pintor barroco Jan van den Hoecke, Galería Nacional de Arte de Washington, EEUU.)

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