Revista Baloncesto

El gigante de las piernas de alambre

Publicado el 28 abril 2011 por Ferbelda @ferbelda

Con sus 231 centímetros de estatura ha sido, junto al rumano George Muresan, el jugador más alto de la historia de la NBA. Extremadamente delgado (apenas pesaba 90 kilos), las piernas de Manute Bol parecían finos alambres a punto de quebrarse. Tras sufrir mil y un avatares en pos del sueño americano, logró hacerse un hueco en la mejor liga de baloncesto del mundo. Consiguió fama, dinero y el cariño de todos, especialmente en su Sudán natal, país por el que luchó hasta los últimos días de su intensa y sorprendente vida. Pero el destino no fue benévolo con él, y murió joven, enfermo y arruinado.

El gigante de las piernas de alambre
A mediados de los años 80 la fotografía de un peculiar jugador de baloncesto dio la vuelta al mundo. Era la imagen de un chico de color con la camiseta número 10 de la modesta Universidad de Bridgeport (Connecticut). Tenía cara de niño y era largo, muy largo, de cuerpo infinito, como no se había visto antes. En la imagen -la primera que podéis ver debajo de estas líneas- el chico, de nombre Manute Bol, originario de una tribu de Sudán, levanta sus brazos para, sin despegar los pies del suelo, llegar prácticamente a la altura del aro. Tras él, uno de los árbitros del encuentro da la auténtica perspectiva de su descomunal envergadura. Pero lo que más sorprendió fueron sus brazos y sus piernas, auténticos palillos, y lo escuálido de su cuerpo. La fotografía mostraba a un “fideo andante” sobre una cancha. Estábamos, posiblemente, ante la fisionomía más singular de la historia del baloncesto; parecía mentira que ese cuerpo pudiera jugar contra auténticas moles sin romperse en mil pedazos.

Meses después, el joven Manute aterrizaba por fin, tras un sinfín de avatares, en la mejor liga de baloncesto del mundo. Era el primer africano que lo conseguía. Su llegada a la NBA despertó el lógico interés de lo insólito. En octubre de 1985, en una de sus primeras comparecencias públicas, decenas de periodistas le asediaban y acribillaban a preguntas: “¿Le asusta el reto de enfrentarse a los mejores jugadores del mundo?”. “No me asusta nada –respondió con timidez-. Recuerdo que cuando era más joven tuve que cazar un león con mis propias manos”.

Estas declaraciones agrandaron su leyenda, y contribuyeron a aumentar la fascinación hacia su figura y su historia personal, la de un joven llegado de un mundo lejano y salvaje que triunfa en el país de las oportunidades. Años después, el propio Manute Bol matizaría y pondría en su verdadera dimensión aquel episodio. Según su narración posterior, cuando tenía 15 años, en una de sus jornadas a campo abierto con el ganado, una de las vacas fue devorada por un león, algo que le atemorizó; por eso, los días siguientes llevaría consigo una lanza. Una de esas mañanas, encontró al león durmiendo bajo unos arbustos; sigilosamente, se acercó y le arrojó la lanza con todas sus fuerzas, acabando con la vida de la bestia. El gigante sudanés reconocería que de no haber estado dormido el fiero animal, no se hubiera atrevido a enfrentarse a él.

El gigante de las piernas de alambre

Vida tribal y primeras canastas

Manute Bol nació en Turalei, aldea situada al sur de Sudán, oficialmente el 16 de octubre de 1962, aunque su verdadera fecha de nacimiento siempre fue un misterio ya que carecían de registro civil. Pertenecía a la tribu de los Dinka, la más alta del país; de hecho, se cuenta que su abuelo, Malouk Bol Chol, uno de los jefes tribales, medía 2,39 metros. Los dinkas, la etnia mayoritaria en el sur, era un pueblo muy primitivo en sus costumbres, un pueblo que carecía de leyes escritas, convertía a sus jefes en los únicos depositarios de la autoridad, y permitía la poligamia. Así, Bol Chol tenía cuarenta esposas, más de ochenta hijos y centenares de nietos, uno de los cuales, nuestro protagonista, heredaría su rasgo más distintivo: una estatura fuera de lo normal.

Manute creció en un entorno salvaje, en plena armonía con la naturaleza. La vida del pueblo dependía sobre todo del ganado vacuno, del trigo y de los cereales y él, como la mayoría de los jóvenes dinkas, se encargaba del cuidado de las vacas que les daban la leche y la carne con la que subsistían. Entre las costumbres de la tribu no se encontraba la de ir a la escuela, de ahí que nunca pisara un aula en Sudán. A punto de alcanzar la edad adulta su estatura rondaba ya los 2,31 metros; una altura tan descomunal que pronto llamaría la atención fuera de la burbuja de su aldea. Y entonces conocería un deporte que acabaría cambiando su vida.

Fue en 1979 cuando oyó hablar por primera vez del baloncesto. Uno de sus tíos, policía y residente en Wau, la ciudad más grande del sur del país, trató de convencerle de que viajara hasta allí para que probara con el equipo local, que participaba en la liga nacional. A Manute le sonó a broma lo de aquel juego y no viajó. Pero su destino ya estaba escrito y el baloncesto aparecía en él… y volvió a llamar a su puerta tan sólo unos meses después. Esta vez fue un primo suyo –uno de los tantísimos que tenía-, de nombre Joseph Victor Bol Bol, hombre de mundo, piloto de las líneas aéreas sudanesas y con contactos en varios clubes del país, quien le intentó convencer con argumentos más “poderosos”: le habló de los Estados Unidos, de dinero, de una posible vida como profesional... Esta vez sí, accedió y viajaron a Wau donde vio por primera vez en su vida un balón, una canasta y una cancha de aquel extraño deporte que llamaban baloncesto.

No fueron fáciles sus inicios en el mundo de la canasta. Uno de sus primeros días de entrenamiento, Victor Bol le pidió a su primo que machara el balón en la canasta. Al intentarlo, se partió los dientes contra el aro. No conocía ni los más elementales fundamentos de este deporte, pero tenía lo más importante, lo único que no se puede entrenar: la altura. Pese a aquel incidente, siguió entrenando hasta que Victor y otro primo suyo, Nyoul Makwag Bol, base de la selección de Sudán, le facilitaron los trámites para que pudiera jugar en el mismo equipo que éste, el Catholic Club de Jartum. Pese a sus evidentes lagunas técnicas, su enorme envergadura resultó de gran ayuda para conquistar el flojo campeonato sudanés. Seis meses después de empezar a practicar este deporte, ya estaba en el equipo nacional.

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Una visita providencial
A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias y casualidades se dieron para que, en poco más de un año, Manute saliera de un país que se encontraba al borde de una cruenta guerra civil. Y en toda esta historia jugó un papel fundamental Don Feeley, joven técnico norteamericano de Fairleigh Dickinson, una pequeña universidad de New Jersey. Como parte de un programa de intercambio, Feeley viajó hasta Sudán en el verano de 1982 para dirigir durante unos meses a la selección nacional de aquel país. Aunque en un principio se mostró reacio al viaje, le terminaron convenciendo de que aquella aventura podría enriquecer su currículo como entrenador, a la vez que podría servirle para descubrir algún jugador interesante para su universidad.

Tras varias semanas en su aldea natal, Manute emprendió el largo viaje (más de tres días en tren) que le llevaría a Jartum, la capital del país, donde tendrían lugar los entrenamientos de la selección. Lo hizo con la motivación especial de saber que los dirigiría un entrenador americano. Los entrenamientos tenían lugar en una de las pocas pistas de cemento que había en Sudán, en lo alto de una colina, bajo un sol de justicia. Como cada día, cuando Feeley llegaba un grupo de jugadores se encontraba lanzando a canasta. Pero aquel día, observó algo diferente, una escena que le dejó absolutamente perplejo.

Sin levantar los pies del suelo, sin ayuda de ningún banco o escalera, tan solo alzando sus interminables brazos, Manute estaba enganchando al aro una de las redes. Cuando le explicaron quien era, cambió por completo sus planes de entrenamiento para prestar especial atención a aquel gigante de piernas de alambre, al que le faltaban varios dientes y cuyos dedos de los pies estaban retorcidos y deformados por no haber podido calzar nunca unas zapatillas de su talla. Pronto trabarían una buena relación y Feeley pudo comprobar su carácter sencillo y afable.
En las semanas siguientes, el joven técnico comprobó también el potencial de otros dos jugadores altos de Sudán: Deng Nihal, amigo de Manute en el Catholic, y Akila Shokai. Ambos había recibido una buena educación en Jartum, y se manejaban bien en inglés, por lo que hacían las labores de intérprete entre los jugadores y Feeley. Gracias a éste, Shokai acabaría recibiendo una beca para jugar en Fairleigh Dickinson, donde permanecería varios años. Pero el diamante en bruto era Bol, de quien el entrenador quedó maravillado por su capacidad de intimidación y sus rápidos progresos, y a quien intentaría convencer para que viajara a Estados Unidos en busca de un futuro como jugador profesional.

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Una elección fallida
En los meses posteriores, por discrepancias con la dirección del centro, Feeley fue despedido de la Universidad, pero siguió con su empeño de llevar a Manute a Estados Unidos, convencido de tener una futura estrella a la que tan solo había que pulir. Además, pensó, le serviría de “salvoconducto” para conseguir un nuevo trabajo. Creyó ver la oportunidad cuando Kevin Mackey, nuevo entrenador de la Universidad de Cleveland State y conocido suyo, se mostró interesado en su propuesta: recibiría el cargo de asistente a cambio de llevarle al equipo a dos jugadores de los que le hablaba maravillas, Deng Nihal y a quien consideraba el secreto mejor guardado del mundo del baloncesto. Mackey accedió. Quería ver a los jugadores cuanto antes, así que Feeley tramitó lo más rápido que pudo los billetes desde Jartum para Manute y Nihal. El 23 de mayo de 1983, ambos gigantes aterrizaban en el aeropuerto Logan de Boston, sin un centavo y totalmente al amparo de su mentor.

Pero las cosas no trascurrieron según lo acordado. Mackey estaba interesado en Bol, pero se echó para atrás en su idea de ofrecerle el cargo de asistente a Feeley quien, sintiéndose engañado, cambió de estrategia y empezó a buscar otro destino para el sudanés. Cinco días antes del draft de 1983, llama a su buen amigo Jim Lynam, nuevo técnico de los San Diego Clippers. “Tengo para ti una sorpresa Jim, una auténtica sorpresa”, le dijo. Según le iba dando detalles, el interés de Lynam, incrédulo en un principio, iba aumentando. Parecía sumamente arriesgado apostar en el draft por un completo desconocido al que nunca había visto jugar, pero ¡qué diablos!, necesitaba algo diferente para cambiar la dinámica perdedora de los Clippers. Además, no perderían mucho eligiéndole en alguna de sus últimas rondas. “Está bien Don -le contestó-. No hables de él con nadie más; voy a elegirle”. Y así fue. Llegó la noche del draft, y en la quinta ronda, con el número 97, San Diego escogió a Manute Bol, de Sudán; 2,31 metros de altura; 81 kilos de peso. Un murmullo, mezcla de sorpresa y desconcierto, estalló en la sala. Nadie sabía nada de este jugador de estatura y peso inverosímiles.

Días después, Lynam viajaba hasta Cleveland para conocer por fin “el secreto mejor guardado del mundo del baloncesto”. El gigante africano se encontraba entrenando en el gimnasio junto a Deng Nihal –su inseparable amigo y traductor- y un grupo de novatos que luchaban por hacerse un hueco en la NBA. Al verle, se quedó profundamente impresionado; era todavía más alto de lo que había imaginado. Enseguida comprobó que, efectivamente, le quedaba muchísimo por aprender, pero a la vez se dio cuenta de su increíble poder de intimidación, algo que jamás había visto antes. Tras observarle durante varios días, se fue más que satisfecho: sin duda, Manute era el gran robo de aquel draft.

Pero poco les duraría la alegría, ya que la NBA se apresuró a declarar nula aquella exótica elección, alegando que era menor de 21 años y no se había declarado elegible en el plazo establecido por la liga. Todo se complicó cuando la Liga solicitó su pasaporte y este indicaba que Manute tenía 19 años y medía ¡1,58 metros! El jugador explicó que los oficiales sudaneses le habían medido sentado, pero la NBA, no viendo claro el asunto, resolvió anular dicha elección. Así, Lynam se quedó sin su diamante en bruto, y Feeley sin su empleo como asistente de los Clippers.

Frustrado su traspaso a la NBA, Don Feeley intentó, de nuevo con la ayuda de Mackey, enrolar a Manute en Cleveland State. Pero de nuevo se encontraron con un gran obstáculo que acabaría siendo insalvable: sin educación de ningún tipo, sin saber leer ni escribir, y sin conocimientos de inglés, parecía más que difícil que pudiera acceder a la Universidad. Por más que Mackey intentó que se hiciera una excepción con él, no fue posible. El director del centro lamentó no poder hacer nada y dio el asunto por zanjado.


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Y por fin, baloncesto

Fuera de la NBA y de la NCAA, decidieron que pasaría un año entero entrenando, estudiando y aprendiendo el idioma, por lo que fue enviado a la Case Western Reserve, una academia especial para inmigrantes. Fueron meses difíciles para Manute, quien sintiendo la soledad de estar en un país extraño y sin dominar el idioma, no dejaba de plantearse si estaba haciendo lo correcto. Había venido a los Estados Unidos a jugar al baloncesto y, por diversos motivos, no lo podía hacer. Llegó a pensar en dejarlo todo y volver a su aldea natal donde, con arreglo a las leyes del pueblo dinka, debería asumir la responsabilidad del cuidado de su familia. Sólo su inseparable amigo Nihal le pudo convencer de no tirar por la borda un prometedor futuro. Entretanto, seguía entrenando y le buscaron un representante que guiara su carrera profesional, Frank Catapano. Él se haría cargo de los gastos que generaba su estancia en los el país norteamericano.

Así, pasaron los meses y en el horizonte se avistaba una nueva temporada. Se iniciaron gestiones para enrolar a Manute en otra pequeña universidad -Bridgeport, en Washington-, cuyo equipo de baloncesto militaba en la segunda categoría de la NCAA, y donde por fin Feeley había encontrado un cargo de asistente a las órdenes de Bruce Webster, quien también quedó impresionado por la envergadura del sudanés y encantado de poder contar con un jugador tan inusual. Durante los primeros cinco días, Manute se alojó en el domicilio de Webster, durmiendo en dos camas contiguas puestas en forma de T. Como hiciera Mackey en Cleveland, el entrenador de Bridgeport pidió a la dirección del centro una beca especial para que Bol pudiera ingresar como alumno. Aunque su nivel académico todavía era muy precario (apenas sabía leer y escribir), ya se defendía en inglés y se había acostumbrado a la vida y las costumbres norteamericanas. Además, el director de Bridgeport comprendió la importancia que para el centro podría tener su presencia en el equipo de baloncesto, así que no hubo ningún problema en concederle una beca diseñada especialmente para él.

Entonces la historia personal de Manute saltó a los medios de comunicación, conociéndose todos los detalles de su vida en África, su complicada llegada a los Estados Unidos, los avatares de su año en blanco, la dramática situación de su país… De repente, dejó de ser un desconocido y se generó un enorme interés en torno a su figura y a sus posibilidades como futuro jugador de la NBA. Su vida cambió de la noche a la mañana: le implantaron prótesis en la boca, le hicieron una cama a medida, pusieron en regla todos sus papeles… A partir de entonces sólo debería preocuparse de jugar al baloncesto.

Con capacidad para 1.800 espectadores, el pabellón Harvey Hubbell se quedaba pequeño cada vez que la Universidad de Bridgeport jugaba como local. Manute era la gran atracción de un equipo que pronto concitó un interés mediático propio de las mejores universidades del país. En su debut ante Stonehill anotó 20 puntos, cogió 20 rebotes y puso 6 tapones. Su presencia causaba estragos entre los ataques rivales, obligados a modificar sus tiros una y otra vez, y también en defensa sufrían para defender tantos centímetros. Allá donde viajaba el equipo de Bridgeport se levantaba una enorme expectación; todos querían ver al gigante de las piernas de alambre. En Quinninpac organizaron una fiesta en su honor que llamaron Manute Bol Party Fans; después, el homenajeado anotó 22 puntos y puso 15 tapones a los jugadores del equipo local. El equipo entrenado por Webster acabó la temporada con un brillante record de 26-5, aunque perderían en la final regional ante Sacred Heart. Aquella temporada, Bol firmaría unos espectaculares promedios de 22,5 puntos, 13,5 rebotes y cerca de 6 tapones por encuentro.


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Ahora sí, cerca de las estrellas

Viendo los progresos que estaba realizando y cómo su físico le permitía dominar la zona en aquella categoría de la NCAA, decidió que había llegado el momento de dar el salto a la NBA. Quería hacerse profesional y empezar a ganar dinero para ayudar a su gente. Como paso previo, en la primavera de 1985, decidieron que jugara en la recién creada USBL (United Stated Basketball League), una liga profesional menor formada por tan solo siete equipos que tenía como objetivo foguear a jugadores que pudieran ser de interés para la NBA. Frank Catapano acordó que Manute formaría parte de los Rhode Island Gulls, equipo que debía jugar ocho partidos antes del draf. Estos partidos cumplirían un doble objetivo: proporcionarle sus primeros ingresos como profesional y, sobre todo, servir como escaparate para las franquicias NBA de cara al draft que se avecinaba. Bol recibiría 25.000 dólares por esas semanas de competición, siendo el jugador mejor pagado de toda la liga.
En los Gulls coincidiría con jugadores que luego serían conocidos como John Hot Rod Williams o un “enano” procedente de North Carolina State, de tan sólo 1,69 metros, llamado Spud Webb, junto al que protagonizaba un brutal contraste de alturas. En su estreno con el equipo de Rhode Islands, Bol puso 16 tapones y cuajó una gran actuación defensiva. Finalizaría su experiencia en la USBL con un impresionante promedio de 13 tapones por encuentro. Pese a las lagunas técnicas que aún tenía su juego, el interés por este monstruo defensivo fue aumentando entre varias franquicias de la NBA, y reputados entrenadores y directores deportivos acudían a verle en directo. “Es el mejor taponador de la historia, mejor incluso que Bill Russell”, dijo de él Don Nelson, entonces entrenador jefe de los Milwaukee Bucks. También había quien recelaba de sus posibilidades debido a su físico escuálido –apenas 86 kilos entonces para 231 centímetros-, y quien directamente descartó su fichaje por considerarlo más una atracción de feria que un jugador aprovechable para la NBA.

Uno de los más impresionados por sus actuaciones resultó ser Bob Ferry, director deportivo de los Washington Bullets, quien ya contaba con referencias directas del jugador por parte de un viejo conocido suyo, Bruce Webster, el entrenador de Manute en Bridgeport. “Hazme caso y vete a verlo. Es una máquina de taponar”, le dijo. Efectivamente, le hizo caso y quedó perplejo con lo que vio. Pese a que el entrenador jefe de los Bullets, Gen Shue, no estaba nada convencido de las posibilidades del gigante africano, Ferry insistió con Manute. Era su apuesta para el draft y Washington utilizó su elección de segunda ronda (número 31) en el sudanés. Y esta vez sí, todo estaba en regla. Firmó un contrato de tres años por el que empezaría cobrando 130.000 dólares el primero de ellos. Por fin, había cumplido su sueño de ingresar en la mejor liga de baloncesto del mundo.

Desde el principio, los Bullets pusieron todo su empeño en sacar lo mejor de su nuevo jugador. Le asignaron un entrenador asistente para que puliera su técnica, un asistente personal que le ayudara en todos los quehaceres diarios, y le pusieron un duro plan de entrenamiento físico y alimenticio que tenía como objetivo añadir kilos y músculo a su cuerpo. Cuando el 9 de octubre debutó en un partido amistoso contra los Celtics, Bol ya había ganado cinco kilos de peso. Los jugadores de Boston, que no le conocían, hicieron una apuesta: se llevaría 600 dólares quien consiguiera machacar por encima de aquel gigante. Nadie lo logró y Manute colocó nueve tapones en 26 minutos de juego. McHale, Parish, Bill Walton, Larry Bird… nadie se libró de los largos brazos del sudanés. A partir de aquel día, ya no olvidarían su nombre.


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Una máquina de taponar

Cuando Manute debutó oficialmente en la NBA, el 25 de octubre de 1985, se convirtió con sus 2,31 metros en el jugador más alto de la historia de la competición. Años después, le igualaría el rumano George Muresan. Muy limitado en ataque, desde el principio tuvo un gran impacto defensivo, y prácticamente no había balón al que no llegaran sus kilométricos brazos. Muchas de sus mejores actuaciones las firmaría en su primer año como profesional: 15 tapones ante Atlanta, el día de su debut; 12 ante Cleveland poco después; 18 puntos, 9 rebotes y 12 tapones antes Milwaukee el día de su estreno como titular por la lesión de Jeff Ruland (jugó 48 minutos con prórroga incluida)... En su primera temporada, hizo historia al pulverizar el récord de “gorros” para un rookie con 397, a una media de 4,97 por encuentro. Además, ese primer año promedió 3,7 puntos y 5,9 rebotes en 26 minutos.

Manute Bol todavía mantiene el récord de tapones en un solo cuarto (8, algo que hizo en dos ocasiones), en una mitad (11, compartido con Elmore Smith y George Johnson), y la segunda marca de la historia en un partido (15, por los 17 que colocó Elmore Smith). Además, es el segundo de la historia en promedio de tapones por partido (3,34, sólo superado por los 3,50 de Mark Eaton), y el mejor promedio por minuto jugado (0,176). En un partido ante los Orlando Magic hizo algo nunca visto antes: poner cuatro “gorros” en la misma jugada... en apenas diez segundos.
Su carrera en la NBA se prolongaría durante diez temporadas, en las que jugó, además de en el equipo de la capital, en Golden State Warriors, Philadelphia 76ers y Miami Heat. De manera paralela a su andadura baloncestística, muy pronto se convirtió en todo un “personaje” dentro de la NBA, gracias también a su personalidad alegre y extrovertida. Era un jugador novedoso, diferente, exótico, el centro de atención allá donde iba, y fue protagonista de numerosas situaciones curiosas. En la temporada 1987-88 protagonizó una fotografía más propia de un circo ambulante que de un equipo de baloncesto al coincidir en los Bullets con Tyrone Bogues, base de tan solo 1,59 metros. 72 centímetros separaban al jugador más alto y al más bajo de la historia de la competición, conformando una estampa impactante (podéis ver la imagen más abajo) que dio la vuelta al mundo y que la NBA se encargó de explotar convenientemente.

En junio de 1988 abandona la disciplina de los Washington Bullets para fichar por Golden State Warriors. Entonces se produce un cambio sorprendente en su juego, una especie de Expediente X que provoca la sorpresa de casi todos. El jugador más alto del mundo, el baloncestista de rudimentarios fundamentos, se transformó de repente en un triplista más o menos fiable. Recurre al lanzamiento de tres puntos como un arma más de su juego, aunque sus porcentajes nunca fueron muy brillantes. Después de lanzar tres triples en las tres temporadas que pasó en Washington –sin anotar ninguno-, en su primera temporada en los Warriors encestó 20 triples de 91 intentos. Su estilo era extraño y poco ortodoxo (echaba los brazos muy hacia atrás para sacar el balón a la altura de la cabeza, casi desde su hombro derecho), pero consiguió perfeccionarlo algo en las siguientes temporadas hasta firmar un 32% jugando para Philadelphia 76ers en 1992-93.

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Volcado con Sudán

Entre 1985 y 1993 firma sus mejores años en la NBA pero a partir de esa temporada su nivel deportivo empieza a descender, afectado por un problema crónico de artritis en sus rodillas. Sus achaques se convirtieron en constantes y ya no podía mantener la exigencia física de la competición. En 1995 los Milwaukee Bucks le cortan sin haber llegado a debutar. En sus últimos años en la liga promedia poco más de 2 puntos y 3 rebotes por encuentro, y su estadística de tapones se resintió a la vez que su físico. Tras dejar la NBA, jugó en 1996 en Uganda, en los Sadolin Power, equipo al que ayudó a ganar la liga. Un último año en Quatar fue el preludio de su retirada definitiva.

Mientras estuvo en la NBA disfrutó de jugosos contratos con sus equipos (en sus diez años de profesional cobró en salarios más de siete millones de dólares) y con patrocinadores de la talla de Coca-Cola, Nike, Kodak o Toyota. Pero el ahorro no era su fuerte y en poco tiempo perdió todo el dinero ganado en sus años como profesional del baloncesto. A ello influyó su falta de visión para las finanzas (fracasó en varios negocios), una extensa familia a la que nunca dudó en ayudar, y su apoyo económico a los más desfavorecidos en la guerra civil que vivió su país en los años 90.
En nombre de la religión, el sur de Sudán fue masacrado por el gobierno fundamentalista del norte. Dos millones de civiles fueron asesinados y cuatro millones se vieron desplazados de sus hogares. Manute, desde la distancia, asumió como una de sus responsabilidades ayudar a sus compatriotas. “En 1991 veía las noticias sobre Sudán en televisión, y el gobierno estaba matando a mi gente –contaría en los últimos años de su vida-. Me dije que debía hacer algo, así que decidí convertirme en un guerrero. Sentía que había hecho mucho dinero y era el momento de entregarle algo a mi gente”. Buena parte de sus ganancias fueron destinadas a la reconstrucción de su aldea natal, Turalei, arrasada por la guerra, a la edificación de un hospital y a programas contra el hambre. Además, apoyó económicamente a los rebeldes, e hizo campaña por todo el mundo para recaudar dinero, comida y medicinas para los campos de refugiados. Miles de personas, especialmente niños, salvaron la vida gracias a su ayuda y sus gestiones. Hasta el final de sus días, pese a lo precario de su salud y de su situación económica, luchó por mejorar las condiciones de vida de su gente. Para ellos, Manute siempre será un dios.

El sudanés Loul Deng es en la actualidad una de las estrella de los Chicago Bulls, uno de los mejores equipos de la NBA. Pero por aquel entonces - mediados de los 90- era tan sólo un niño que se estaba iniciando en el deporte del baloncesto: “Al hablar de Manute, en Sudán pensamos inmediatamente en todo lo que hizo por ayudar a la gente; sólo después pensamos en sus éxitos deportivos. Hizo cosas que no necesitaba hacer, pero no iba a ser feliz si no ayudaba a su gente”. Deng siempre ha reconocido que su exitosa carrera en la NBA tiene mucho que ver con la ayuda de Bol; fue luz, guía y ejemplo para él: “Si Manute no hubiera entregado tanto amor a su gente y no hubiese ayudado a los demás, quizá hoy yo no estaría aquí”.

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Arruinado y enfermo

Con apenas 35 años, y recién retirado como profesional, Manute Bol se encontraba en la ruina. Además, su mujer le abandonó y se fue a vivir a Nueva Jersey con sus cuatro hijos. Tuvo que vender sus casas de Egipto y Jartum, y la de los Estados Unidos le fue embargada, pero ni aún así consiguió solucionar sus problemas económicos. Durante años, estuvo viviendo en una casa alquilada en los suburbios de Jartum, con dos esposas, un hijo y 14 parientes. No tenía trabajo, y mientras su salud se lo permitió ejerció como jefe de los Dinka, organizando bodas, mediando en conflictos entre miembros de la tribu y aconsejando a los más jóvenes. Y de vez en cuando, cuando surgía la ocasión, participaba en algún evento deportivo-benéfico-publicitario para obtener algunos ingresos con los que seguir ayudando a su pueblo. Mientras tanto, seguía sufriendo por la artritis, que le afectaba seriamente a las muñecas y rodillas.

En julio de 2004 su estado de salud se complicaría por un grave accidente de tráfico sufrido en West Hartford (Connecticut, Estados Unidos), que le provocó numerosas fracturas de las que se recuperó en el país norteamericano. Antiguos compañeros de equipo organizarían un partido benéfico en su nombre. Durante su recuperación, llegaría el final de la guerra civil en Sudán.

Después, el Síndrome de Stevens Johnson -una rara enfermedad degenerativa de la piel, que también afecta a las mucosas y a algunos órganos internos- fue acabando poco a poco con su vida. Manute Bol, el gigante de las piernas de alambre, el jugador de físico inverosímil que triunfó en la NBA, fallecería el 19 de junio de 2010, a los 47 años de edad, en un hospital de Charlottesville (Virginia del Norte, Estados Unidos), a causa de una grave enfermedad renal. Procedente de tierras lejanas, dejó una imborrable huella de humanidad en el mundo del deporte. Su corazón era tan grande como él. Y siempre será, por los siglos de los siglos, el jefe de la tribu.

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