El recurso presentado, supongo, por la industria tabacalera, no ha prosperado. Como consecuencia, a partir de una fecha determinada el tabaco en Australia va a comercializarse en cajas uniformes, mostrando las clásicas imágenes de enfisemas pulmonares, tumores bucofaríngeos, dentaduras podridas, y demás aditamentos que dejarán a la famosa escena de Divine en Pink Flamingos como el epítome de la delicadeza y el buen gusto. En un rinconcito del paquete, en tipo de letra uniforme, un pequeño rótulo especificará la marca del tabaco adquirido. O sea, a los australianos se les ha acabado la distinción del paquete de Lucky o de Camel o de Marlboro. O la elegante caja del Benson & Hedges. El tabaco, dispensado como un medicamento genérico en una caja llena de imágenes y mensajes desagradables. En el otro extremo, presiones en el mundo occidental para que se termine con la hipocresía y se legalice la marihuana.Vaya por delante: ni he sido ni soy fumador. Hermano de fumador e hijo de fumador. Y amigo de muchos fumadores. Y compañero de trabajo de otros muchos fumadores. Vivo en Barcelona. O sea, he pasado por todos los estamentos relacionados con el tabaco menos la primera persona. La tolerancia rayana con el estímulo más desaforado de su consumo: los anuncios, por doquier, de Marlboro, con el hombre a caballo que parecía ser el puto amo. La cortina, digo, la nebulosa de humo en cualquier bar o discoteca en mi tierna juventud. Salir de los sitios con los ojos llorosos y congestionados. Ya no solamente de bares: de reuniones de trabajo en pequeños habitáculos a las que estabas obligado a asistir. Apestar. Besar a novias fumadoras. De ahí, gradualmente, a lo actual: contemplar la no por acostumbrada menos grotesca estampa de la gente en los portales de los edificios: pasando calor o frío para poder fumar. Aunque asiéndose al vicio para escaparse un rato de sus quehaceres. Pillines. Como esos que están justo bajo el quicio de la puerta en los bares que no tienen terraza: gin-tonic al alcance de la mano en la barra, cigarrillo con salida de humos a la calle. Por eso creo que, como en muchas otras cosas, casi en todas, los gobernantes son unos acojonados de mierda. Sí: esa es la malsonante definición. Australianos, camboyanos, chilenos o mauritanos. Si están tan convencidos del efecto nocivo para la salud del tabaco, ilegalícenlo, hagan como con esos productos cosméticos o alimenticios a los que se les descubre un aditivo peligroso: retirado del mercado, denunciado el fabricante, cerrada la fábrica y a otra cosa mariposa. Pero no: preferimos esa doble moral de permitir el acceso a él para recaudar impuestos, simplemente porque algún avezado funcionario ha acabado calculando que sale rentable que muera gente o que se trate sanitariamente antes que perder un flujo tan apetitoso de recaudación. Hasta veo la Powerpoint donde, prescindiendo de truculentas imágenes y muchos menos de la mínima empatía con los difuntos, el brillante funcionario explica que si se prohíbe, habrá que buscar los ingresos en otra cosa. Puede que, en un breve descanso, algún lumbrera diga eso de que todos los excesos son peligrosos, que la sal es fatal contra la HTA y nadie dice de prohibirla; y todos los merluzos burócratas reirán la gracia y alguno dirá que más perjudicial es su cuñada, o su suegra, o su mujer: y todos los mastuerzos se partirán, hasta que alguno diga que va, que acabemos la reunión, que me muero por echar un pitillo.
Mi amigo el conspirador diría rápidamente que legalizar otras drogas sería una medida de efecto compensatorio.