Han pasado ya tres días y continúan los ecos de la monumental pitada en la final de la Copa del Rey. Que fuera en Barcelona y entre el Barça y el Athleti solo echa más leña a la hoguera incendiaria alentada por la caverna. Y sí, es cierto, hay cosas mucho más importantes, más graves, pero la historia se escribe en los detalles. El estruendo se ha convertido en más que una demostración de la libertad de expresión. El grito colectivo del hartazgo contra un himno como símbolo del maquillaje estético de aquel Todo cambia para que todo siga igual. En el palco el rey, como siempre; a su lado, como siempre, el presidente de una Generalitat que perpetúa y perdona a media sonrisa los desmanes de sus predecesores y así perdona también los suyos.
Lo que molesta al poder y a sus huestes que les votan ciegas y sordas, es que ese hartazgo no quedó extramuros. La pitada traspasó los cristales tintados de los coches oficiales, se coló por las rendijas del aire acondici
onado y por los muros de sus despachos enmoquetados para amortiguar el ruido de la calle. El grito entró en sus casas, salía del televisor amigo, ese miembro más de la familia que ahora era traidor, de la radio y sonaba genial en los auriculares bluetooth. Y eso era realmente inadmisible. Los gritos de los desahuciados, el sollozo mudo del parado, las lágrimas de los que se van, de los que se quedan, no habían conseguido llegar tan lejos, aunque con ellos se llenarían cientos de estadios si el fútbol fuera gratis. El grito del enfermo con sus cuidados paliativos recortados; otros más duros, por inocentes, de los niños en el umbral de la pobreza que atestan las escuelas, esos sí deben considerarlos libertad de expresión, aunque tampoco les gusten. Pero si son silbidos en un estadio, todos a una para no oír la música ramplona que recuerda que el pasado sigue ahí, entonces no, eso ya es un ultraje a la democracia occidental tal como hoy la conocemos.