El gusto por matar
La caza es una maldad; homologada, aceptada, tradicional, lo que ustedes quieran, pero una maldad
En Bielorrusia se ha hecho realidad el ejemplo de toda facultad de periodismo. Cuenta el tópico que la primera lección de un estudiante pasa por lo del perro y el mordisco. Si muerde el perro al hombre, no es noticia; si muerde el hombre al perro, la noticia está servida. Es decir, lo cotidiano no conforma la información; en lo novedoso y en lo insólito está el germen del periodismo. Al fin y al cabo, ¿no es la curiosidad la que motiva al ser humano en todas sus búsquedas? Saber sobre ciencia, sobre Dios, sobre uno mismo, sobre los demás… O saber que, del mismo modo que nos interesa lo del hombre que mordió al perro, también nos pincha saber de ese zorro que apretó el gatillo e hirió a su verdugo, plasmación de que el mundo al revés también está en este mundo.
Sin embargo, y más allá de improvisadas disquisiciones sobre el arte de informar, me interesa la noticia. Un pobre animal luchando tan desesperadamente por su vida que llega a conseguir lo imposible. Es cierto que sólo se trata del negativo de la foto repetida millones de veces: el gusto por salir a la montaña y matar animales. Un gusto tan tétrico que, por ejemplo, en España, llega al punto de criar animales con pienso y con GPS, para que algunos blasones viejos y sus amigos nuevos ricos puedan colgar la cabeza de un pobre venado en el comedor de su casa. Puestos a gozar del aliento gratuitamente quebrado de un ser vivo, ¿por qué no ponen la cabeza de una gallina? Al fin y al cabo, en la mayoría de los cotos españoles, les costará lo mismo cazarla. Hablemos, pues, de la caza, esa práctica que tuvo su sentido en los tiempos de la supervivencia, pero que ahora no tiene otra lógica que la de activar el instinto básico del ente primitivo que late bajo el ser humano: el placer de matar. Reconozco mi incapacidad para entender cómo gentes con buen sentido pueden disfrutar acorralando salvajemente, asustando hasta el tuétano y finalmente matando inútilmente a un pobre animal. Más allá de las justificaciones al uso de los cazadores –la mayoría, insostenibles, y algunas, cercanas a la mala consciencia–, la pregunta es demoledora. ¿Qué sienten cuando matan? ¿Qué tipo de testosterona se activa? ¿En qué momento el placer de mirar la vida se truncó en disfrute por embalsamar la muerte? Y, sobre todo, ¿cuándo perdieron el sentido de la piedad? ¿Es agradable el tacto de ese cuerpo aún caliente que volaba, corría, disfrutaba, latía y que ahora está inerte porque le dio la gana a ese tipo que debía aburrirse tanto, que le encontró el gusto a sacarle la vida? Perdonen la claridad, pero la caza es una maldad; homologada, aceptada, tradicional, lo que ustedes quieran, pero una maldad. ¿Suena duro? Más duro suena oír el disparo al corazón que segará la vida de un animal por simple placer. Es decir, más duro es recordar que el hombre es el menos humano de los animales.
Pilar Rahola