Revista Espiritualidad
Como soy mujer de palabra (cuestión latosa de naturaleza heredada y por lo tanto no elegida porque de verdad que si pudiera elegir preferiría ser astuta y mentir con todas las bendiciones de mi conciencia que me parece mucho más adaptativo y eficaz. Cosa, la eficacia, que me encanta).......
............bueno, que como soy mujer de palabra, decía, y ayer escribí que iba a pedirle al I Ching una cosa bonita para junio, pues a ello me puse de buena mañana pero no había ni forma ni manera de encontrarme en ese estado un puntito especial en el que dices: “ahora es el momento de tirar las ramas de la milenrama” porque al I Ching (lo digo por si alguien no lo sabe) no se puede ir de cualquier manera ni por curiosear ni para no hacer caso...
Total que me veía yo en la tesitura de no poder respaldar los dichos con hechos (me supera, eso me supera!) y me puse a dar vueltas por la red a lo tonto y a lo bobo. Y....... prometo por mi honor que el cuento que sigue lo he buscado durante no menos de cuatro años sin ninguna fortuna. Hasta ahora (significativo este ahora para mí y a lo mejor para algunos otros. Nunca se sabe)
Y algo me dijo por dentro que mejor el cuento que un hexagrama.
Y como soy muy obediente, sobre todo conmigo misma y mi olfato, pues me hago caso y eso hago.
Vale que lo he arreglado a mi gusto pero me parece que la esencia es la que es y que vamos a entender todos de la misma o parecida forma. Lo de "parecida forma" es lo mejor y lo que da más frutos.
“la historia del hacedor de lluvia” de Kiao Tchou
Desde hacía varios meses no caía una gota de lluvia y la situación se hizo catastrófica. Los católicos hicieron procesiones, los protestantes elevaron sus plegarias, y los chinos quemaron incienso y dispararon sus fusiles para espantar a los demonios de la sequía.
Vista la inutilidad de todo cuanto se esforzaron por hacer, finalmente los chinos se dijeron: “No queda más remedio que buscar al hacedor de lluvia”. Tras buscarlo y buscarlo porque tampoco es que queden tantos, lograron encontrarlo por ahí perdido en cualquier cueva negra como la noche de alguna montaña alta y escarpada de acceso casi imposible. Como debe ser, según las reglas de las leyendas. El sabio era un hombre anciano y magro (también como es debido para estos menesteres) que se limitó a explicar que la única cosa que necesitaba era que pusiesen a su disposición una pequeña casa tranquila en la que se encerró durante tres días.
Al cuarto día las nubes se amontonaron y se produjo una fuerte nevada en una época del año donde no era previsible, y si bien se mira ni probable ni decente que sucediera, y en una cantidad no habitual y sí necesaria.
Hubo sorpresa, claro, además de alivio y agradecimiento.
Y, una vez que las cosas habían salido lo que se dice “bien” y la catástrofe hubo sido alejada, sucedió lo que suele suceder en tiempos de bonanza: resurgió la curiosidad y alguien no pudo por menos que preguntarle:
- ¿se puede saber cómo lo ha hecho?
El pequeño chino respondió:
- ¿Se refiere a la nieve? Yo no la hice. No, no soy responsable de ello.
- Ya, bueno, pero algo habrá hecho usted estos tres días que pidió que respetáramos ¿no?
- Oh, eso sí puedo explicárselo, es simple. Vengo de un país donde las cosas son lo que deben ser. Aquí las cosas no están en orden, no son como deberían ser según el orden celeste, por eso todo el país está fuera de Tao. Lo único que hice fue dejar estar las cosas en el orden natural de las cosas y para ello esperé tres días hasta que me volví a encontrar en Tao, y entonces, naturalmente, Tao hizo la nieve.