Mucho le rogaron, pero no vino.
Aunque suplicaron y dejaron ofrendas, él las devolvió, una a una, pacientemente. Cuando lo amenazaron y vilipendiaron, él se mantuvo estoico e impasible.
Ahora, cuando la gente llora desesperada sin saber que será de su vida, él aparece.
Enmedio de un desierto de roca sedienta y agrietada, bajo un sol abrasador y un viento que seca la garganta, se muestra bajo su manto hecho con jirones de pieles y retales. Miles, millones de alhajas y cuentas rojas, blancas y azules, cuelgan de sus ropas mientras las plumas de los cuervos siguen tan negras y brillantes como la noche. Lo soporta su bastón, hecho con los huesos de los animales que esta tierra infernal mata.
Espera durante horas, con los ojos cerrados.
La gente se reúne, tímidamente al principio, en masa más tarde.
Rezan.
Suplican.
Pero, siempre en silencio.
Y el día comienza a oscurecer. Una nube gris y sucia despunta tras el risco. El mundo contiene el aliento.
Todo permanece en calma. Nada se mueve.
Durante la eternidad de un segundo, el Universo espera.
De pronto, abre sus ojos y golpea una sola vez un suelo que gime. Su sonido retumba durante milenios, solo acallado por un crepitar tenue: el de una gota de lluvia que roza la tierra.
Entonces el cielo comienza a desbordarse a cántaros, un río que baja a salvarnos. Ahora ríen, bailan, cantan y lloran de felicidad.
Y cuando se vuelven, el Hacedor de Lluvia ya no está.