Ríos de tinta y manantiales de saliva se han gastado para hablar bien o mal de esta nueva incursión en el universo de Tolkien otra vez bajo el formato de trilogía, hecho que delata que no estamos ante películas cualesquiera. En esta ocasión toca adherirse al tema de la semana si eres mínimamente cinéfilo y comentar el estreno de la segunda entrega de El hobbit. Ya la primera parte nos dejó abruptamente con la miel en los labios en forma de ojo de dragón que se desperezaba y nos prometía un espectáculo sin igual con cada una de las sombras que trazaba su silueta; desde entonces a todo fan que se precie le ha estado rondando el “que viene, que viene” por la cabeza. Al fin llegó el día de comprobar si la mezcla dragón-Peter Jackson es tan brutal como a priori parece. Y, ¡pardiez!, doy fe de que así es.
Pero más allá del espectáculo draconiano, la cinta se va adentrando en el meollo argumental del libro, y si bien sigue sin ser El Señor de los Anillos, “Jackson el Blanco” (que se reserva para sí un cameo justo al principio de la cinta) saca de su chistera nuevamente una composición visual tan abrumadora que hace casi real lo que uno pensaba que no podía hacerse en el cine. No sólo hay que contar con muchimillonarios medios técnicos, también hay que saber usarlos. El lineal devenir de los acontecimientos, muy “videojueguero” coloca al grupo de enanos guiados por Gandalf y acompañado por el Hobbit Bilbo a las puertas de recuperar su preciado reino, previo multitud de escollos. La “única salvedad” para lograr el objetivo es deshacerse del poderoso dragón que se ha puesto muy cómodo en la montaña que hace ya demasiado era el hogar de los errantes enanos. Con todo, esta (también extenuante) segunda entrega de más de dos horas y media en las que hay tiempo de sobra para varios altibajos, nos lleva a pesar de que vaya subiendo escalones de interés a parecida conclusión que la pasada entrega: El hobbit es un libro cuyo metraje ideal son dos películas, y no las tres que deslucen con reiterativas escenas que no aportan más que lustrosa pirotecnia que por un lado se agradece (cada segundo es poco en las retinas del ávido consumidor de este género, y luego se venderán las versiones extendidas de ocho horas y media como churros) y por otro acaba por agotar.
En lo referente al elenco, el peso de la producción sigue residiendo con solvencia y aplomo en sir Ian McKellen (nos ponemos en pie), Richard Armitage y Martin Freeman, quien más minutos se lleva de la repartición y de lo poco que mejora la primera trilogía ambientada en la Tierra Media.
Qué decir de montaje, banda sonora y efectos de sonido, maquillaje o vestuario: sencillamente perfectos. Peter Jackson revolucionó el mundo del cine hace unos años y en ese universo propio de fantasía se encuentra como pez en el agua. Cada vez más alejado de Tolkien y cerca de su propia y personal versión del mismo, para soponcio de algunos y supongo que aplauso de otros…
Dirección: Peter Jackson. Países: USA y Nueva Zelanda. Año: 2013. Duración: 161 min. Intérpretes: Martin Freeman (Bilbo Bolsón), Ian McKellen (Gandalf el Gris), Richard Armitage (Thorin, Escudo de Roble), Cate Blanchett (Galadriel), Andy Serkis (Gollum), Luke Evans (Bardo), Lee Pace (Thranduil), Orlando Bloom (Legolas), Evangeline Lilly (Tauriel), Stephen Fry (gobernador de Ciudad del Lago), Mikael Persbrandt (Beorn). Guión: Peter Jackson, Guillermo del Toro, Philippa Boyens y Fran Walsh; basado en el libro de J.R.R. Tolkien. Producción: Peter Jackson, Carolynne Cunningham, Zane Weiner y Fran Walsh. Música: Howard Shore. Fotografía: Andrew Lesnie. Montaje: Jabez Olssen. Diseño de producción: Dan Hennah. Vestuario: Bob Buck, Ann Maskrey y Richard Taylor.