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El hombre contra la naturaleza, contra sí mismo: Zero Kelvin

Publicado el 19 noviembre 2010 por 39escalones

El kelvin (antes llamado grado Kelvin), simbolizado como K, es la unidad de temperatura de la escala creada por William Thomson en el año 1848, sobre la base del grado Celsius, estableciendo el punto cero en el cero absoluto (−273,15 °C) y conservando la misma dimensión. William Thomson, quien más tarde sería Lord Kelvin, a sus 24 años introdujo la escala de temperatura termodinámica, y la unidad fue nombrada en su honor. Es una de las unidades del Sistema Internacional de Unidades y corresponde a una fracción de 1/273,16 partes de la temperatura del punto triple del agua. Se representa con la letra K, y nunca “°K”. Actualmente, su nombre no es el de “grados kelvin”, sino simplemente “kelvin” (texto extraído de Wikipedia).

El hombre contra la naturaleza, contra sí mismo: Zero Kelvin

Retorcida, sublime, majestuosa, cruel, frenética, hermosa, desesperanzada, Zero Kelvin, coproducción entre Suecia y Noruega dirigida por Hans Petter Moland en 1995, es una de las más inteligentes, perturbadoras, trepidantes y grandiosas cintas europeas de los noventa. El comienzo de la película, el breve episodio melodramático de Larsen (Garb B. Eidsvold), un joven estudiante atraído por la poesía y el arte, que es rechazado por la muchacha de la que está enamorado, constituye el punto de partida para la sórdida crónica de un descenso a los infiernos, del cruce de la tenue frontera que separa la condición humana del puro bestialismo animal. El Oslo primaveral, las calles y los parques repletos de parejas paseando, de niños jugando, de militares cortejando a niñeras y doncellas bajo las suaves temperaturas de las escasas fechas que permiten disfrutar de la calle, los bosques y los prados, contrasta con el escenario de las gélidas llanuras de hielo y piedra salpicadas por las moles glaciares de Groenlandia a las que su despecho conduce a Larsen, un lugar en el que va a explorar su propio interior, en el que va a descubrir que, además de lo que él creía que formaba parte de su ser, existe un lado oscuro, oculto, salvaje, del que, atizado por la necesidad de sobrevivir, el ser humano echa mano: de sus instintos, de su pasado animal más despiadado.

Llegado a Groenlandia (ya lo hemos dicho alguna vez, pero, ¿por qué será que Groenlandia -Greenland- se llama “isla verde” y es de hielo, e Islandia -Iceland-, se llama “isla de hielo”, y es verde?), el joven Larsen intenta curarse del olvido de su amor ejerciendo de trampero, introduciéndose en un mundo duro, de un sacrificio físico extenuante, al límite de las fuerzas, nada que ver con el ejercicio del intelecto que ha presidido su vida anterior. Allí, en una mugrienta cabaña de cazadores de focas, convive con otros dos hombres tan perdidos como él: Holm (Bjorn Sundqvist), un hombre de temperamento pausado, observador, amante de las ciencias, y Randbaek (Stellan Skarsgard), tosco, brutal, malencarado. La sangrienta labor diaria, la mantanza continua de focas, el constante teñir de viva sangre roja la blancura inmaculada del frío ancestral no tarda en saltar al interior de la cabaña, y primero Larsen y Randbaek, en una sorda lucha de desprecios, sarcasmos y continuos desafíos y provocaciones, con el posterior concurso de Holm, que les convence para salir al exterior e intentar salvarse cuando la vida de los tres se ve amenazada por la escasez y el temporal, se zambullen en una espiral de odio, violencia y lucha por la supervivencia que, en el grandioso marco de una naturaleza desbocada, presentada en bruto, permite traslucir el amplio catálogo de instintos animales que, bajo la piel de la civilización, de los valores adquiridos, impostados, yace latente dispuesta a guiar las manos del hombre cuando se pone en juego su vida.

El gran mérito de Moland consiste en conseguir mostrar la precariedad del equilibrio en el juego entre civilización y naturaleza salvaje. En un primer término, expuestos a los designios de un entorno todopoderoso que puede fulminarlos con apenas un soplido, las costumbres sociales de los tres hombres perviven, se manifiestan, sus relaciones están presididas por la comprensión y la cooperación, entendidas como el único vehículo para garantizar la supervivencia de los tres. Cuando, sin embargo, la naturaleza expande su reinado al interior de la cabaña, cuando los egoísmos afloran y se pierde la idea de comunidad, todo deviene en una loca carrera cruel y violenta hacia la satisfacción del puro interés individual, incluso a costa de la integridad física de los demás individuos. Moland muestra así lo superfluo de la ética y la moral cuando la naturaleza, la supervivencia, las someten a una presión imposible de soportar, es decir, el punto límite de los grandes principios y valores toda vez que ya no sirven para satisfacer las necesidades mínimas del ser humano, cuando no hay restricciones, ni sanciones, ni brazos ejecutores que las impongan.

Así, Moland, en un marco monumental de una belleza inconmensurable, casi inconcebible, de cielos fundidos con los horizontes helados, de grandes murallas de piedra, roca y hielo recortando el perfil de un cielo gris en bruma permanente, en el que el sol es un breve chispazo perdido en apenas minutos, certifica la muerte de los idealismos y la falsedad de cualquier concepto de superioridad moral y, por extensión, de cualquier convención ética, moral, política o religiosa, necesaria para articular la convivencia, pero insuficiente, inútil, como prueban los hechos políticos e históricos desde milenios atrás, cuando de asegurar y satisfacer el propio deseo, capricho o interés se refiere.

Lo que parece una película intimista, minimalista, deviene en thriller apasionante, espectacular, narrativamente lleno de giros e ingenio, cuando los personajes abandonan la cabaña. Moland recoge ecos del Polanski más turbador para recordarnos que el ser humano, ante todo, aun camuflado bajo el escaparate de la cultura y los oropeles de los trapos con los que cubre su desnudez, es un animal, y que, sometido a los dictados de la naturaleza, es el más expuesto a su crueldad al haber sustituido el necesario aprendizaje para desenvolverse ante ella por una fachada de civilización que, en última instancia, no vacila en abandonar cuando del propio provecho se trata. La locura del hombre tiene dos vías, producto del círculo vicioso en el que lleva milenios encerrado: su profunda soledad, su desesperación, le llevan a la naturaleza; dar la espalda a la civilización, le lleva a la locura. En estado natural, esa, la locura, es su única salida para sobrevivir.



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